Las cadenas de TV esconden una lógica perversa para la libre expresión.
Un muerto que parecía enterrado quiere resucitar: las cadenas de TV. El Gobierno envió un proyecto de ley para obligar a los canales abiertos a transmitir campañas de «interés público», calificadas por el inevitable Consejo Nacional de TV. El proyecto se basa en una moción presentada por senadores oficialistas, como reacción a la negativa de algunos canales a transmitir las campañas oficiales sobre el sida.
Las cadenas en Chile son tan viejas como la radiodifusión. La primera transmisión de radio se captó en 1922, en un aparato instalado en el edificio que este diario tenía en el centro. Antes de terminar la década, ya había leyes que permitían al Gobierno intervenir en la programación radial. Esta tendencia se acentuó con los años. Un decreto de 1949 es ejemplar: junto con prohibir toda transmisión desde «boites, cabarets, quintas de recreo u otros locales similares» sin autorización previa, obligaba a transmitir cadenas «nacionales o parciales».
A fines de la década de 1960, la tendencia pasó a la radiodifusión televisiva. Frei Montalva decretó cadenas generosamente; tanto, que al discutirse la primera ley de TV, en 1970, un senador DC confesó que se había «aburrido» al país con ellas. Salvador Allende hizo otro tanto, pero, como se comprenderá, las cadenas alcanzaron su máxima expresión tras el golpe. Un decreto ley de principios de 1974 obligó a todos los canales a transmitir hasta una hora diaria de programas oficiales, en el horario que la autoridad decidiera. Fácil es recordar esa voz destemplada que, año tras año, martillaba sin compasión ni escapatoria en todos los canales y en todas las radios.
Hoy, el Gobierno no puede obligar a los canales, ni siquiera a TVN. Pero, desde mediados de la década pasada, y a propósito de las campañas sobre el sida, el oficialismo coquetea con la idea de volver atrás. Sería un error, por varias razones. Sería discriminatorio. Se dice que la TV utiliza el espectro radioeléctrico, un bien nacional de uso público, y, por eso, debería poder ser obligada a transmitir campañas. Pero la radio usa el mismo espectro y no está contemplada en el proyecto. Sería, además, una expansión excesiva del Estado sobre los canales, que ya deben transmitir gratuitamente la propaganda electoral. Y existe TVN, una red nacional de alta audiencia, que estará siempre dispuesta a negociar sus espacios con el Gobierno, como probablemente lo estarán otros canales y radios.
La expansión también podría atentar contra algunas líneas editoriales, lo que compromete la libertad de expresión. Aquí radica el error más grave de las cadenas, pues, para justificarlas, se dice que esa libertad no comprende tanto la autonomía del hablante como el derecho de la sociedad a recibir información.
Esto transfiere la fuente del valor de la libertad de expresión desde la autonomía del hablante al bienestar de la audiencia. Pero esta lógica es perversa, ya que hay hablantes que pueden incomodar a la audiencia. ¿Deberían, por esto, ser silenciados?