El Mercurio, 2 de agosto de 2016
Opinión

Caso Cheyre

Joaquín Fermandois.

Dentro de las muchas paradojas de encanto y desencanto que caracterizan a Chile -en realidad, a la sociedad humana- está la transfiguración de hombres

Dentro de las muchas paradojas de encanto y desencanto que caracterizan a Chile -en realidad, a la sociedad humana- está la transfiguración de hombres y situaciones de héroes en antihéroes. Quizás tiene que ver con el constante olvido en que se hunde cualquier experiencia que tengamos. Eso nos pasa con la singular recreación de la democracia chilena entre los ochenta y los noventa.

El caso de Juan Emilio Cheyre es un modelo de este cambalache. De familia militar, fue parte de una generación de oficiales que se acercó al mundo académico y obtuvo grados en él. Esto lo convirtió casi automáticamente en un puente entre los uniformados y la cultura política de la nueva democracia. Al mismo tiempo debía hacer transitar al Ejército -y con ello al resto de las ramas- de la supervigilancia del sistema a ser parte integrante del mismo. Era un paso inevitable y necesario; y se atrevió a darlo. Además, el general Cheyre le confirió un carácter de programa positivo, de misión para el futuro, todo ello en una apuesta arriesgada según se ha visto. (Habría que añadir que no basta el compromiso constitucional de las FF.AA.; lo fundamental es que el orden político de la sociedad no entre en crisis, que es lo que activa todo lo demás; los uniformados no gatillaron el pistoletazo inicial de la crisis.)

No censuro el afán de las familias de las víctimas y la justicia debe continuar su curso. Pero sí se debe desmontar la voluntad político-cultural que cimenta la ofensiva a la cual ha sido sometido el general Cheyre, que no se limitará ni a su persona -por medio de una ampliación del concepto de complicidad que proviene de una mentalidad en el fondo totalitaria de que la gente es culpable por pertenecer a una categoría, por ejemplo, ser militar en el regimiento Arica en 1973-, y ni siquiera a los uniformados. El mismo caso del general se produjo también porque una vez retirado llevó a cabo una distinguida carrera en el mundo civil y académico, lo que lo convierte en blanco de muchas iras. La ofensiva contra su figura incluye a toda la transición a la democracia y a sus actores hasta el día de hoy.

Más allá del caso Cheyre, se invoca con demasiada frecuencia el cuestionable principio de la imprescriptibilidad de los llamados delitos de «lesa humanidad» cometidos por agentes del Estado, poniendo en una misma categoría hechos de muy distinta envergadura; confunde el necesario recuerdo de lo sucedido con la persecución a una categoría abstracta de seres humanos. La prescripción con la mesura necesaria -no puede ser universal- es parte del acto civilizatorio del hombre. Con imprudencia se importa a Chile la experiencia alemana con el Holocausto, en algunos sentidos única en el siglo XX; definitivamente lo sucedido en nuestras tierras fue muy diferente. Esta política por lo demás va a terminar por devaluar la memoria del mismo Holocausto. Un criterio como este haría imposible la consecución de cualquier proceso de paz y -¿habrá que recordarlo de nuevo?- no se ha aplicado a ningún sistema marxista, con excepción de un sector de la cúpula dirigente en Camboya, y parece que el régimen de los Castro también saldrá limpio de polvo y paja, a pesar de la sanguinaria guerra civil de comienzos de los 1960.

En Chile todo indica que la meta inmediata es comprometer a todo el personal militar de 1973 como medio de que las Fuerzas Armadas rompan con su pasado, en una dinámica que no se detendría ante nada. Sería la victoria final del presumible propósito de la comitiva del general Arellano -o de quienquiera que ordenó las ejecuciones- de precisamente comprometer a los subordinados en un acto criminal contra todo principio.