Un creciente chauvinismo local ha hecho que en nuestro país las decisiones de los vecinos no se pongan en contexto. Pareciera que queremos ver sólo envidia o ineptitud. Se olvida que las crisis han sido enormes.
Hace 50 años el ingreso per cápita de los países más ricos superaba en diez a 12 veces el de los países más pobres. Hoy esta brecha alcanza una magnitud de 25 a 30. Ambas comparaciones están realizadas en dólares equivalentes ajustados por poder de compra. Esta mayor disparidad no sólo es el resultado de un rápido crecimiento de los países ricos, es también la consecuencia de un retroceso en algunos países pobres. Un caso evidente es Bolivia, cuyo ingreso per cápita actualmente es un 8% inferior al de hace cinco décadas, y si entonces era equivalente a un 87% del chileno, actualmente corresponde a un cuarto del nacional. Sin embargo, una parte significativa de los países latinoamericanos califican entre los de ingresos medios por lo que no es su comportamiento lo que ha contribuido a la ampliación de estas brechas. Con todo, su desempeño ha sido más bien mediocre. En los últimos 25 años la excepción ha sido Chile y, en menor medida, México. El ingreso per cápita de nuestro país ocupaba en esa época el sexto lugar de la región. Ahora disputamos palmo a palmo el primer lugar con Argentina.
Chile ha pasado, entonces, a ser la niña bonita del barrio. Esta sensación se ha fortalecido en los últimos años luego que la desaceleración de la economía mundial pillara a la mayoría de los países sudamericanos -con la excepción de Chile, Perú y en menor medida Colombia- muy mal parados para hacer frente al nuevo escenario internacional. En Argentina y Bolivia se instalaron crisis económicas, políticas y sociales de proporciones. El segundo de estos países aún está sumido en ella. El primero, en cambio, parece estar saliendo a flote, aunque todavía es muy prematuro para hacer un juicio definitivo. En ambos casos las repercusiones para nuestro país han sido evidentes y son por todos conocidas. La más grave son los recortes de gas que, siendo lamentables, tienen un impacto acotado sobre la economía nacional.
Un creciente chauvinismo local -que incluso, a propósito de una declaración inapropiada de un alto ejecutivo español, se nota en nuestras más altas autoridades económicas- ha hecho que en nuestro país las decisiones de los vecinos no se pongan en contexto. De repente pareciera que queremos ver en esas decisiones sólo envidia o ineptitud. Se olvida que las crisis han sido enormes. En Argentina, por ejemplo, el ingreso per cápita cayó en poco más de 22% entre 1998 y el 2002. Sabemos que las causas principales de este derrumbe recaen en un conjunto de políticas económicas incorrectas o incoherentes, pero una vez producida la crisis no cabe esperar que los países establezcan rápidamente un conjunto ordenado y coherente de políticas. Ahí está la experiencia de Chile de principios de los 80. Esa crisis, en alguna medida más acotada que la argentina, nos llevó a intervenir bancos, a elevar aranceles desde un 10 a 35%, a establecer dólares preferenciales, entre otras muchas medidas. Tampoco en ese momento parecen haberse subido las cuentas de los servicios de utilidad pública en proporción al aumento de sus costos. Claro que entonces las empresas eran estatales. Y todo esto ocurrió en un momento en que los derechos políticos estaban suspendidos. Hay que tener, entonces, un poco más de flexibilidad para lidiar con nuestros vecinos.
Por cierto, los incumplimientos en los envíos de gas son graves y hay que ejercer las presiones diplomáticas que correspondan, pero de ahí a establecer sanciones, aunque sean disfrazadas, puede llevar a una escalada que finalmente agrave las relaciones y no tenga ningún provecho para Chile. Tampoco es adecuado abandonar la posibilidad de importar gas. Después de todo es bastante más barato que las alternativas y ha beneficiado enormemente a consumidores y empresas. Además, la probabilidad de que se normalice la situación actual es alta. El gobierno argentino ha anunciado alzas en las tarifas que deberían gradualmente elevar la producción argentina de gas. Por cierto, deben tomarse los resguardos pertinentes habida cuenta que no se pueden asegurar en su totalidad los suministros futuros. Para estos efectos, diversos expertos han planteado soluciones razonables que deberían permitirle al país lidiar con las eventuales restricciones.
Pero más allá de estos conflictos, nuestro chauvinismo quizás esté amparado en el convencimiento de que el modelo de desarrollo que hemos construido nos parece tan evidentemente superior al de nuestros vecinos que no nos cabe en la cabeza que los demás países de Sudamérica no lo sigan con el mismo convencimiento que nosotros lo hemos hecho. Tal vez los números nos ayuden a entenderlo. Si se dividen las últimas cinco décadas en dos períodos equivalentes nuestro país triplicó su desempeño, medido por ingreso per cápita, en el segundo. Si el mismo ejercicio se hace para los demás países de la región no hay ninguno, con la excepción de dos países centroamericanos, que tengan un mejor desempeño económico en el segundo que en el primer período. Es cierto que la crisis de la deuda de los 80 influye en esta situación, pero los 90, con la excepción de Argentina y en menor medida México y Uruguay, tampoco fueron tan espectaculares. Y claro, en el segundo período privatizaron empresas, desregularon y abrieron sus economías al intercambio comercial. De acuerdo, tal vez no lo llevaron tan lejos como Chile, pero lo suficiente como para no estar tan convencidos de que el modelo chileno es lo que les conviene. Quizás si con un mayor grado de humildad podamos convencerlos de aquello.