Después de esos sorprendentes cien días iniciales del primer gobierno de Franklin Delano Roosevelt, lapso en el cual presentó un récord de proyectos de ley que fueron aprobados sin mayores obstáculos por el Congreso, se ha instalado la costumbre no sólo en Estados Unidos, sino que en las más diversas latitudes de evaluar a los gobiernos por su efectividad en ese período. La verdad es que como consecuencia de las dificultades propias que tiene toda instalación, este plazo no anticipa demasiado el sino definitivo de un gobierno. Si este criterio se hubiese usado en el gobierno anterior, algunas predicciones —por ejemplo, en términos de apoyo popular— habrían resultado muy incorrectas. Claro que no lo habrían sido tanto si la medición hubiese sido capacidad para articular reformas estructurales que el país requiere. De modo que en un gobierno que dura apenas cuatro años, los cien días algo informan sobre el resto del mandato presidencial.
El gobierno del Presidente Piñera tropezó más de lo que se podría haber anticipado en las semanas iniciales. Aceptemos que el terremoto y el maremoto del 27 de febrero alteraron todo lo planificado previamente, pero las falencias no estuvieron en ese ámbito, que se ha ido abordando razonablemente bien, sino que en una mezcla de ansiedad, falta de precisión en la agenda, nombramientos sin hacer y conflictos de interés no resueltos. Hubo también una cierta desatención hacia los partidos que sostienen la coalición de gobierno. Convengamos en que hay un dilema difícil de resolver en un régimen presidencialista que dice relación con el hecho de que mientras los partidos están en la oposición son actores principales del proceso político, pero mientras son oficialistas pasan a tener un papel apenas secundario. Su inclinación natural es mantener su preeminencia con cargos claves en el Ejecutivo, pero el espacio para ello en un gobierno que está apenas cuatro años en La Moneda y que requiere de grados importantes de coordinación para ser efectivo es muy reducido. Lamentablemente para un Presidente y su equipo, los sustitutos que puede ofrecer son muy imperfectos, apenas mucho diálogo y gestos de diversa naturaleza.
En este contexto, las tensiones son inevitables, y es un flanco que siempre estará abierto. Por ahora, el gobierno ha logrado cerrarlo, pero es un aspecto que tendrá que estar cuidando de modo permanente. Pero así como ha ido resolviendo esta situación, también ha ido dejando atrás las ansiedades y conflictos de interés iniciales, y ha logrado trazar un derrotero bastante claro que orienta a todo el equipo de gobierno. Ahora es el momento de rellenar los detalles, que siempre es una tarea ardua, y acotar algunos énfasis errados, como la eliminación de la cotización de salud a los jubilados. Así, el gobierno ha terminado su proceso de instalación de buena forma, algo que después del primer mes no era evidente. El Presidente y su gabinete han optado por una agenda centrista, donde hay mucha continuidad, pero también cambio, algo que es propio de democracias estables, donde la mayoría de los votantes se caracterizan por su moderación y esperan que las transformaciones sean graduales antes que radicales. Ello le ha dado más convicción al gobierno y donde el rodaje inicial ha dado paso a un andar más sólido.
Si hay algo que aparece todavía poco claro, es precisamente la agenda del cambio. Hay bastante certeza respecto de cuáles son las áreas que preocupan al gobierno y dónde quiere dejar huellas, pero son más difusas las señales respecto de cómo quiere moldearlas. En los próximos cien días tendrá que ser más preciso al respecto, porque difícilmente tendrá mucho más tiempo para delinearlas y convencer a la población y a sus representantes de que sus propuestas son el camino correcto para abordar las debilidades de esas áreas.