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Claques y checas

Joaquín Trujillo S..

Claques y checas

(…) hay quienes pretenden controlar toda la realidad en torno a premios, reconocimientos y aplausos; y, si no lo consiguen, desesperan y exigen responsables a los cuales hacer pagar esa alteración.

¿Sabía usted que cuando, en diciembre de 1945, Gabriela Mistral recibió el Premio Nobel de manos del Rey Gustavo V de Suecia, ella fue por lejos la más ovacionada de los premiados (entre los cuales estaba sir Alexander Fleming, el descubridor de la penicilina)? ¿Que al día siguiente los diarios suecos pusieron su rostro en primera plana? ¿Que la obra de la chilena causó tal atracción que los suecos agotaron las gramáticas y diccionarios de castellano para poder leerla en el original? ¿Que la agrupación de obreras de Suecia la proclamó «Reina de la Poesía»? ¿Que durante la cena de gala los reyes, príncipes, académicos y diletantes se peleaban por conversar con ella? ¿Y que Gabriela Mistral lucía un traje de terciopelo negro que se compró con el dinero del mismo Premio Nobel que fue a recibir?

Sin duda, se trató de una manifestación espontánea. La Mistral no pagó ninguna claque, ni se organizó una checa para guardarle las espaldas e irle abriendo el paso.

¿Qué es una claque? ¿Y qué, una checa?

La claque era como antiguamente se conocía al grupo de personas contratadas para aplaudir —y, a veces para abuchear— en los teatros. Muchos actores en estreno debían pagar esta protección si no querían caer en el intento. Lo que hoy llamamos «bots» no es otra cosa que una versión web de la vieja claque. Estos no solamente funcionan en redes sociales donde tienen lugar controversias políticas, sino también, y muy especialmente, en plataformas culturales; a las que por supuesto la cultura convencional llega tarde (cuando, para decirlo con Hegel, el búho de Minerva ya ha emprendido el vuelo y solo quedan cascarones rotos en su nido).

La claque tuvo en la checa una transformación siniestra. Las checas eran grupos, a menudo de jóvenes idealistas, que fisgoneaban a la gente durante la instalación del comunismo en Rusia. También las hubo, en una modalidad un tanto distinta, en la Guerra Civil Española. Vigilaban, corregían y acusaban, para luego ejecutar las sentencias de sus propios juicios sumarios. El sistema de la cancelación con el que hoy convivimos es, por lo mismo, una manifestación actual de la antigua checa.

Existe un aspecto laboral muy interesante tanto en la claque como en la checa; lo mismo que entre los bots y los agentes cancelatorios. Se trata de verdaderas bolsas de trabajo propias de la lucha cultural.

En la dinámica contemporánea, la creación de un producto cultural debe ser acompañada de estas claques y checas. ¿Se quiere visibilizar a tal o cual referente? Pues aplaudámoslo a rabiar, no importan sus genuinos méritos. ¿No basta con ese aplauso? Pues bien: demolamos a sus competidores.

Además, no faltará claque ni checa que trabajen gratis, y se den por pagadas con la adscripción a una identidad y pertenencia ideológica.

Otras escenas memorables hay en ese sentido. Durante el siglo XX, el estalinismo insistió en el perfil «científico» de sus personalidades. No faltaban en las bibliotecas de Occidente los estudios del propio Stalin sobre lingüística. La práctica llegó al extremo en República de Rumania, donde el dictador Nicolae Ceausescu se las dio de Henry Higgins, el personaje de George Bernard Shaw que en su comedia Pygmalion transforma a una iletrada florista en la dama más sofisticada de Londres, con el propósito de ganar una apuesta. Ceausescu quiso que su casi analfabeta pareja, Elena, se convirtiera en una de las científicas más prestigiosas del mundo. Ella no escatimó intrigas para cumplir ese sueño. Puso a trabajar a científicos adherentes y firmó con su nombre esas ajenas investigaciones. En los viajes de su marido a Gran Bretaña, Estados Unidos o Argentina exigió altos reconocimientos de las sociedades científicas locales. Obtuvo doctorados honoris causa. La construcción de su personaje hizo agua cuando no supo pronunciar con palabras el compuesto CO2. En la farsa de juicio que a fines de 1989 se les hizo a ella y su marido tras la insurrección popular en su contra, un acusador le preguntó a Elena: «¿Quién te escribió los papers?».

El caso de la Dra. (sic) Ceausescu fue coherente con el de las construcciones voluntariosas de la personalidad descollante y su culto correlativo. El tan famoso como frustrado discurso de su marido intentando aplacar la insurrección estuvo acompañado de ¡hurras! que la claque presente le rendía, así como de las incursiones in situ de la Securității, la versión rumana de la vieja checa (obviamente profesionalizada) que reprimía el abucheo de los detractores.

Las manifestaciones de la espontaneidad cultural tienen todo tipo de leyendas y artefactos. La poeta Anna Ajmátova fue un ícono de la resistencia contra el estalinismo soviético. Cancelada por el gobierno, impedida de publicar, sus poemas circulaban de boca en boca. Su marido, el poeta Nicolai Gumiliev, había sido acusado de participar de una conspiración contra Lenin, y fusilado. Durante las purgas de la llamada Yezhovchina, el hijo de Ajmátova, Lev Gumuliev, fue secuestrado por agentes de seguridad y mantenido por meses incomunicado. En ese contexto, la poeta escribió su poemario más famoso, Réquiem. En 1946, cuando Ajmátova apareció en una sala de concierto de Leningrado para recitar sus poemas, la multitud se levantó y la ovacionó apenas la vio entrar. Ella no sabía que su fama fuera tanta. Se rumoreó que al enterarse de dicha manifestación favorable a una poeta claramente enemiga del régimen, Stalin preguntó: «Kto organizoval vstavanie?!» («¿quién organizó el aplauso?»).

El teórico Alexander Zholkovsky conjeturó que ese comentario quizás nunca ocurrió, y que fue Ajmátova la que, en una alusión a Macbeth (act. III, esc. 4), echó a correr la trama. Tal como el personaje de Shakespeare ante el imaginario espectro del rey Banquo pregunta: «¿Quién de vosotros ha hecho esto?», Stalin, tirano como el usurpador escocés, hubiese preguntado: «¿quién organizó la ovación?».

Sea como fuere, realidad o fantasía, la moraleja parece la misma: hay quienes pretenden controlar toda la realidad en torno a premios, reconocimientos y aplausos; y, si no lo consiguen, desesperan y exigen responsables a los cuales hacer pagar esa alteración.

La conjetura de Zholkovsky es muy significativa porque, de una forma u otra, se pregunta sobre el origen de una idea instalada. Aquella pregunta sobre un aplauso, que Stalin se hacía a efecto de su paranoia criminal, el profesor se la formulaba precisamente para poner el ojo sobre nuevas claques y checas. Los fans de Ajmátova lo acusaron de intentar derribar su monumento. Él respondió que más bien buscaba descubrir el viaje de los afluentes de su creatividad.

Que las instituciones académicas, que por sus exigencias metodológicas supuestamente podrían haber quedado libres de estas campañas publicitarias, yazgan —porque esa es la palabra— capturadas en sus redes (o telarañas) de dogmas y eslóganes, nos habla de que el genuino pensar y el docto saber emprenden el vuelo lejos de sus instalaciones cada vez mejor equipadas. Nada de nuevo. ¿Dónde tuvo lugar el «Siglo de las Luces»? No precisamente en sus universidades, que no hacían más que prolongar los siglos de una escolástica venida a menos. Una de sus excepciones fue Kant, quien no pontificaba desde la cátedra de una institución de primer orden, sino más bien periférica.

Los estándares permanentes de la cultura, aquellos que son capaces de despertar en un niño la inteligencia creativa, y no la parasitaria, seguramente se abrirán camino por otras quebradas. Mientras tanto, en su encierro de antro pre presocrático, claques y checas continuarán con su negocio. Sus esfuerzos por destruir la imaginación y la espontaneidad en nombre de los ideales de una apócrifa justicia aplanadora —ese balance cósmico a la fuerza— seguirán adelante.