Cuando la delincuencia se profesionaliza y la cultura del honor se expande, la violencia física tiende a propagarse por la sociedad, tiñendo como amenazantes las interacciones cotidianas y los intercambios cara a cara.
El cruel asesinato de tres carabineros en Cañete -Región del Biobío- la madrugada del 27 de mayo pasado supuso un nuevo nivel alcanzado por la violencia criminal en el país. Sin embargo, aunque aún no existe claridad sobre sus motivos ni autores, este hecho no puede ser aislado de los crecientes grados de violencia física que están ejerciendo civiles vinculados al delito en Chile.
En los últimos cinco años la actividad delictiva se ha endurecido. Las estadísticas muestran una caída de los delitos menos violentos como hurtos, cuya tasa por cada 100 mil habitantes pasó de 918,3 el 2018 a 647,5 el 2023. Pero en el mismo período la tasa de homicidios consumados incrementó de 4,5 a 6,3 por cada 100 mil habitantes, con una mayor presencia de armas de fuego como mecanismo de muerte (suben de 42% a 52,3%) y una caída de las cortopunzantes (bajan de 40,8% a31%). Tendencias al alza se observan también en delitos como robo con fuerza, robo con violencia o intimidación y violaciones. Es esta escalada en el ejercicio de la violencia la que sitúa la emboscada y asesinato de los tres carabineros en Cañete como un hecho trágico, aunque lamentablemente no extraordinario.
La violencia no es fácil, menos cuando es ejercida cara a cara. Ella rompe los rituales de interacción cotidiana a los que estamos acostumbrados. Aunque transitamos por la vida con cierta indiferencia frente a los otros, la comunicación presencial con extraños nos obliga a una atención y sincronización rítmica compartida. Un conjunto de normas tácitas de conducta y de cordialidad hacen posible la coordinación social y las transacciones económicas. Fuerzas arraigadas incluso en nuestra biología nos empujan, la mayor parte de las veces, a la cooperación y a la reciprocidad. Ejercer la violencia implica ir en contra de todas estas normas, patrones de conducta y emociones arraigados social y biológicamente. Por ello el patrón más típico en las interacciones hostiles es que la confrontación no llega al nivel de violencia real, sino que se detiene en fanfarroneadas, amenazas, insultos y, finalmente, disminuye mediante la retirada mutua.
Para el sociólogo Randall Collins, la violencia se encuentra con la barrera de la tensión y el miedo confrontacional, que resulta paralizante para la mayoría de las personas. Para que ocurra la violencia, deben existir condiciones situacionales que permitan al menos a un lado sortear esa barrera.
Los delincuentes profesionales -personas que ejercen la violencia como una forma de ganarse la vida- aprenden distintas técnicas para sortear la barrera emocional del miedo y la tensión confrontacional: atacar a víctimas situacionalmente débiles (por ejemplo, buscar víctimas que están solas, son físicamente vulnerables o carecen de medios equivalentes de defensa), evitar la confrontación cara a cara mediante el engaño (los sicarios suelen abordar a sus víctimas con argucias o cuando están desprevenidas) o la distancia (gracias al uso de armas de fuego y explosivos propio de los sicarios y asesinos a sueldo). A su vez, la cultura del honor asociada a la ley de la calle (propia de la narcocultura) está plagada de normas que justifican el ejercicio de la violencia cuando en la interacción se rompen ciertos códigos de conducta.
En definitiva, cuando la delincuencia se profesionaliza y la cultura del honor se expande, la violencia física tiende a propagarse por la sociedad, tiñendo como amenazantes las interacciones cotidianas y los intercambios cara a cara. Esto es precisamente lo que viene ocurriendo en el país. El mayor uso de armas de fuego en las crecientes tasas de homicidios, en los robos violentos y en los enfrentamientos armados entre delincuentes y policías reflejan una tendencia preocupante hacia una mayor profesionalización delictual. Es tarea de los actores políticos y judiciales revertir esta tendencia. Aún estamos tiempo.