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Comisión contra la Desinformación, un error de diagnóstico

Mauricio Salgado O..

Comisión contra la Desinformación, un error de diagnóstico

El alcance de la desinformación en redes sociales tiende a ser amplio, pero poco profundo.

Recientemente el gobierno creó la “Comisión Asesora Contra la Desinformación” cuyo objetivo es ayudar al Ministerio de Ciencias y a la Segegob en el análisis de la desinformación en Chile. Sin embargo, además de las críticas que ha recibido por amenazar la libertad de prensa y expresión, existe un problema en el diagnóstico que impulsa su creación: la idea de que una parte importante de la población es susceptible a la manipulación de sus preferencias políticas.

La desinformación ciertamente representa un riesgo para el sistema político al buscar distorsionar el debate público, engañar a los electores o fomentar el desprecio hacia los oponentes. Sin embargo, la idea de que la desinformación en las redes sociales ha tenido una gran y negativa influencia en elecciones pasadas, como la de Donald Trump en EE. UU., ya no se sostiene.

En primer lugar, dada la ilimitada oportunidad que las redes sociales abren para la expresión de las preferencias individuales, la cantidad de desinformación política difundida por bots en las redes sociales es una pequeña fracción del contenido político total. Por ejemplo, menos del 0,75% de los tweets relacionados con las elecciones presidenciales del 2016 en EE. UU. se originaron en cuentas falsas vinculadas a Rusia, y por cada posteo con una noticia falsa de esas cuentas en Facebook, hubo 87.000 publicaciones de contenido político adicional.

En segundo lugar, la desinformación está sujeta a la selectividad en el consumo de medios, y no son muchos los que visitan sitios web que difunden información falsa. La semana anterior a la elección de Trump, apenas el 6% del tráfico de páginas web visitadas por los estadounidenses correspondió a sitios que difunden desinformación. Además, aquellos que consumieron información falsa representaron una porción aún menor y altamente ideologizada del electorado: el 65% del tráfico hacia fuentes web de desinformación se explicó por el 20% más conservador.

Finalmente, debemos ser escépticos sobre el impacto que la desinformación tiene en las opciones políticas de las personas. La desinformación no tiene la capacidad mágica de determinar las alternativas de acción de las personas. Ella puede afectar las creencias factuales, pero no las preferencias políticas (incluso los adherentes a Trump reconocían su mal manejo de la pandemia). Para pesar de compañías como Cambridge Analytica, no existe un modelo válido de manipulación o persuasión política al que los algoritmos o estrategas puedan recurrir.

Es cierto que la información falsa (por su tono moralizante y palabras negativas) tiende a difundirse más rápido y llegar más lejos en redes sociales, pero en general su difusión se sostiene en cuentas o perfiles que tienen menos, no más seguidores. Así, el alcance de la desinformación en redes sociales tiende a ser amplio, pero poco profundo. La propagación de desinformación se produce generalmente por fuentes que actúan como caja de resonancia, amplificando su alcance, como perfiles con muchos seguidores o medios de noticias tradicionales, que deliberada o inadvertidamente ayudan a difundirla.

La creación de la comisión parece estar basada en el temor hacia el papel de los medios de comunicación tradicionales en la propagación de desinformación. Sin embargo, para abordar esta preocupación, como lo sugiere la Sociedad Interamericana de Prensa, sería más sensato que el gobierno incentive medidas de apoyo al periodismo, a los medios, a la academia y a la sociedad civil en lugar de involucrarse directamente mediante una comisión cuyos integrantes son elegidos y removidos a discreción de la Segegob.