El Mercurio, 13 de diciembre de 2013
Opinión

¿Constitución para una nueva época?

Enrique Barros B..

Una de las más dramáticas lecciones del siglo pasado es la falsedad de la idea hegeliana de que la historia tendría un curso inexorable. ¿Está entrando Chile, en razón de una especie de fuerza histórica irresistible, a una nueva etapa de su historia, en que un ciclo termina y se inicia uno nuevo? ¿Es la propuesta de una nueva Constitución el elemento simbólico de una metamorfosis inminente de nuestro orden de convivencia?

Nos ha costado sangre, sudor y lágrimas llegar a un consenso rawlsiano de respeto de las libertades y de los bienes de justicia política y de razonabilidad pública. Chile ha sido un país en evolución permanente durante un cuarto de siglo. Y eso ha alcanzado amplios aspectos de nuestra Constitución real. La evolución, como el movimiento de una manecilla de reloj, se ha producido sin que nos percatemos.

Sin darnos cuenta, Chile es otro país que el de la generación anterior: estamos en camino de una profundización de lo público, de mayor competencia en los mercados, de conciencia y control de los abusos y conflictos de interés, de una política social expandida y técnicamente refinada gracias al aumento de los ingresos fiscales. Es sintomático que las políticas asistenciales hayan devenido en buena medida en empoderamiento de las personas. Y, como es natural en estas circunstancias, ahora levanta la voz la clase media.

Este cambio progresivo también se ha producido en materia constitucional. La trama constitucional de 1980 se ha destrabado paso a paso. Pero también ha cambiado el entendimiento que tenemos de ella. La Constitución, de marcado acento libertario en lo económico, no ha impedido progresos hacia un estado social de derecho, en una senda análoga a países que admiramos.

Así y todo, hay un problema de legitimidad de origen. Muchos sienten nuestro orden constitucional como una ley superior impuesta. El costo que tiene para Chile esa falta de legitimidad es grave si se atiende al valor simbólico y político de la Constitución. La disputa del siglo XIX fue larga y terminó en guerra civil.

Una Constitución democrática debe expresar la unidad de la nación en torno a ciertos principios compartidos de libertad y de justicia política y social. Por eso, las constituciones en las democracias más exitosas se limitan a los básicos constitucionales. Son textos breves, casi ascéticos, que garantizan libertades y establecen fines de justicia, a la vez que organizan, distribuyen y limitan el poder.

Países de fuerte orientación social y liberal se limitan a enunciar el principio del estado social de derecho (Alemania). Constituciones recientes, sujetas a profundo discernimiento público, enumeran principios de política social y económica, pero su ejecución se entrega a los órganos políticos de legitimidad democrática (España, Suiza, Finlandia).

El problema crucial se refiere a las fronteras de la política y del derecho. La tarea de los jueces es esencial en la cautela del Estado de Derecho. Tienen la función fundamental de garantizar la legalidad y, en el caso de los tribunales constitucionales, de delinear las fronteras sutiles entre los bienes y derechos en juego. Los jueces son tanto más dignos cuanto más anclados están en su función jurisdiccional (de decir el derecho). La deliberación y decisión de políticas públicas no es su tarea; tanto por razones de falta de legitimidad democrática como de especialidad de su función pública. ¡Larga vida a Montesquieu!

Si una Constitución establece derechos sociales es para hacerlos exigibles (de lo contrario es solo semántico su reconocimiento) y eso supone que se puedan reclamar ante los jueces. Son ellos quienes determinarían entonces su alcance. En el extremo, el alumno de una escuela podría recurrir de protección del derecho a tener un buen profesor de matemáticas. Es un llamado a un activismo judicial desenfrenado.

Más grave, sería una abdicación de la política democrática, que asume un acuerdo básico en las orientaciones fundamentales, pero tiene la responsabilidad de decidir cómo se materializan. Lo que se espera es más dignidad para la política y no al revés.

La idea de consolidar una nueva Constitución es oportuna, porque los básicos constitucionales se han ido restableciendo en las últimas décadas; y lo que falta responde, en esencia, a principios inmanentes a nuestra política, que son semejantes en todas las constituciones más civilizadas.

Por cierto hay peligros que conjurar. Por ejemplo, asumir que la felicidad o la igualdad dependen de un texto constitucional, o que una Constitución razonable puede surgir de un ejercicio de democracia directa.

Así y todo, sería muy noble asumir la tarea institucional, en la sede representativa que corresponde, de dar forma a una ley suprema que recoja los esenciales de la tradición constitucional y de nuestra propia experiencia de las últimas décadas. El supuesto es una discusión serena e informada, a la luz de nuestra historia y de la más respetada experiencia comparada. Si esa tarea es exitosa, se reforzaría benévolamente el sentido de lo común, tan importante en un país que históricamente tuvo conciencia de sí mismo antes que otros en Hispanoamérica.