El aporte de los expertos constitucionales será esencial, porque no basta con estar de acuerdo en los objetivos si no se hace una definición informada y precisa de los instrumentos. En contraste, es clave una cierta independencia de juicio respecto de los intereses de los actores incumbentes. El éxito del proceso reafirmaría, mirando al futuro, una efectiva excepcionalidad chilena.
Las peores dictaduras han aprobado constituciones cargadas de derechos y de expresiones valóricas. Corea del Norte, Nicaragua y Rusia las tienen. Pero son constituciones semánticas, carentes de eficacia normativa (Löwenstein). Nada más lejos del constitucionalismo democrático, una tradición jurídico-política que se sostiene en tres pilares: las libertades personales, incluidas la propiedad y la libertad de expresión; la democracia representativa, a la que subyace un profundo sentido de igualdad (Tocqueville), y el Estado de Derecho, esto es, el sometimiento del poder público a la ley.
Nuestra historia republicana parece ser un río que de cuando en cuando pierde su cauce, a veces con violencia, pero luego lo recupera. Por eso, una vez agotado el big bang ideológico de la pasada Convención, todo indica que el nuevo texto constitucional solo puede anclarse sobre el piso firme de esa tradición que compartimos con las democracias más admirables.
Se requiere una nueva Constitución porque así fue prometido y porque necesitamos un marco común al que nadie tenga buenas razones para negar legitimidad. Pero también esta es una coyuntura única para someter a revisión crítica nuestra institucionalidad fundamental. Ambos objetivos debieran dirigir las discusiones de los partidos democráticos.
Un orden que reconozca libertades requiere forma, que supone un componente técnico refinado. Ese es el rol del Derecho privado, para nuestras relaciones en la sociedad civil. A su vez, la aporreada idea de subsidiariedad nos muestra que desde la sociedad civil pueden surgir contribuciones notables a intereses generales, como la conservación del medio ambiente, a la escolaridad de niños carentes de capital cultural. Reducir dogmáticamente al Estado la satisfacción de fines sociales es una ideología carente de base empírica y filosófica.
Sin embargo, la vocación social de todo orden democrático exige un Estado en forma, capaz de transformar progresivamente fines en derechos sociales efectivos y no puramente semánticos, como hemos escuchado hasta el cansancio en los últimos meses. Por eso, el Estado social también requiere un diseño orgánico y funcional, que otorgue potestades para cumplir las metas que fije la autoridad política (R. Letelier, carta 9.10.22).
Despejadas las cuestiones básicas sobre la base del constitucionalismo, el sistema político debe ser revisado como un aparato de relojería. Uno de excelencia es condición necesaria de todo progreso. Pero es aventurado redefinirlo en abstracto. El enfoque debiera ser pragmático. Es necesario poner a prueba lo que existe. Por ejemplo, toda pretensión de refundar la educación es una manera de eludir la realidad y hacer imposible la tarea (Brunner).
Es una oportunidad histórica someter a revisión crítica lo que no anda bien. Someter a un test de razonabilidad el funcionamiento de nuestro Estado. Mejorar lo que existe más que renegarlo, porque, por imperfectas que sean, tenemos instituciones internalizadas en nuestra cultura política. Por eso, aunque haya buenas razones en favor del parlamentarismo, es inevitable conservar el rol gubernamental del Presidente. En vez de excesos inventivos, debemos someter a una prueba crítica lo que anda mal.
Las autocracias simplifican la gobernabilidad, pero a costa del discernimiento público y de las libertades. Por el contrario, el riesgo de regímenes democráticos es que sucumban al fraccionamiento e ingobernabilidad. Una causa recurrente es el sistema electoral. No hay gobernabilidad posible con partidos minúsculos, que ni siquiera tienen garrote para disciplinar a sus parlamentarios. Peor aún si los pactos electorales potencian perversamente el fraccionamiento. Es un síntoma que el partido del Presidente haya obtenido menos del 5% de los votos. Y que el Frente Amplio conste de un número variable de mini partidos, con votaciones aun menores. Un partido con solo el 1,5% tiene cuatro diputados. Hay experiencias comparadas que fueron diseñadas conscientemente para evitar el llamado “síndrome de Weimar”.
Pero hay mucho más que revisar: el apoyo técnico al Parlamento, el servicio civil del Estado, la designación razonada de jueces capaces y de espíritu independiente, separar la jurisdicción administrativa de la constitucional, imponer la rendición de cuentas a todos los niveles del Estado. La lista de tareas correctivas no se agota en la Constitución, pero esta debe rayar la cancha en lo esencial.
Se ha dicho que el momento constitucional habría pasado. La verdad es la contraria. Este proceso constituyente, en medio de graves penurias en gran parte autoinfligidas, no repetirá el salto al vacío. Es el momento de aprender de los muchos defectos de nuestra estructura constitucional, los que debemos corregir.
En su sentido más escéptico, la democracia no nos garantiza buenos gobiernos, pero nos permite deshacernos de los malos (Popper). Permite corregir el rumbo si las cosas van mal. Ideas tan básicas abren la puerta a un cierto escepticismo pragmático en las definiciones constitucionales. No tantas nuevas verdades acerca de lo público, sino un espíritu receptivo y crítico como expresión de madurez cultural. Solo así se puede revisar lo necesario para que el Estado funcione mejor.
No es fácil la autocrítica racional a las reglas y prácticas políticas, porque los intereses se camuflan con facilidad. Por eso es el momento de ejercer ese racionalismo crítico que ha hecho grandes a las democracias más exitosas. Volver a la idea de Bello en el S. XIX de una adecuada apropiación de experiencias exitosas (Trujillo). No tantas nuevas verdades acerca de lo público, sino un espíritu receptivo y crítico es condición de madurez cultural.
El yo moderno es tan poderoso que fomenta identidades forjadas a la luz de bienes que no son universalizables. El identitarismo es el resultado de un individualismo llevado al paroxismo. ¿Qué nos une en un mundo que reconoce pertenencias tan leves a lo común? Debemos cuidar que el proceso político permita comprender lo que ocurre en la sociedad y sea eficiente en hacerse cargo de nuevos intereses; mostrándolos en el texto constitucional, pero entregando su realización progresiva al proceso político bien ordenado.
En esta tarea delicada, el aporte de los expertos constitucionales será esencial, porque no basta con estar de acuerdo en los objetivos si no se hace una definición informada y precisa de los instrumentos. En contraste, es clave una cierta independencia de juicio respecto de los intereses de los actores incumbentes. El éxito del proceso reafirmaría, mirando al futuro, una efectiva excepcionalidad chilena.