Para construir el Chile del futuro, es compartido el diagnóstico de la necesidad de una política de Estado en infraestructura (OCDE, CNEP), que entregue un plan sólido y sostenible de largo plazo.
Graves congestiones en la carretera el fin de semana largo y puentes cortados producto de los temporales, 275 comunas bajo emergencia agrícola por déficit hídrico, ocupación carcelaria por sobre el 100%. ¿Qué tienen en común estas situaciones? Ellas son solo algunas de las consecuencias más notorias que estamos experimentando por una insuficiente inversión pública que se arrastra por años. Tenemos una buena base de infraestructura, pero esta no es suficiente para suplir el déficit de ejecución de proyectos en que nos encontramos como país.
La inversión en infraestructura no solo tiene un impacto en la calidad de vida de las personas, que pueden acceder a mejores servicios, sino que también proporciona las condiciones para un mayor crecimiento de nuestra economía. La ganancia en eficiencia en la producción y transporte de bienes aumenta la productividad e incentiva nuevos proyectos por parte del sector privado. El problema es que estas inversiones son de largo aliento -por lo que están desacopladas de los ciclos electorales-, y por su complejidad, requieren de un Estado eficiente y coordinado.
En la última década, la inversión pública creció a una tasa inferior a la de la economía. Este fue un periodo caracterizado por un relevante aporte del sector privado a la infraestructura pública, con una menor importancia de la modalidad de concesiones. Mientras poco más de la mitad del gasto fue de fuentes públicas, el resto provino de empresas, en áreas como la energía y telecomunicaciones (BID 2018). En los últimos años, se aprecia un aumento en el gasto público a propósito de la pandemia y de un resurgimiento de las políticas keynesianas, pero este estuvo focalizado más en el consumo que en la inversión. En efecto, en 2021, año en que el gasto público aumentó en un 33%, menos del 5% de ese incremento fue en gasto de capital.
Chile es el país de América Latina y el Caribe que exhibe mayores necesidades de inversión per cápita para cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (BID 2021). Se requieren cerca de US$ 90 mil millones para cerrar la brecha en las áreas de recursos hídricos, telecomunicaciones, vialidad y energía. Asumiendo un periodo de 10 años, esto corresponde a un gasto anual de cerca de 2,7% del PIB, valor no lejano al total de inversión del gobierno central y regional. Si se incluyen otras temáticas relevantes como logística, transporte e infraestructura de uso social el monto sería aún mayor. Debido al tamaño de este desafío, no es factible avanzar sino en alianza público-privada.
Pero no todos los problemas son de recursos. La complejidad de nuestro marco regulatorio -la más alta entre los países de la OCDE (2022)-, la extensión de los plazos para la tramitación de permisos -que pueden demorar hasta 11 años (CNEP, 2022)-, y la politización de algunas decisiones, atentan contra el desafío que tenemos como país de volver a la senda del crecimiento. Así, el proyecto del puerto exterior de San Antonio, actualmente tramitando su permiso ambiental, se viene evaluando desde el 2009 y todavía no hay fecha para iniciar su construcción. Esta es una tragedia para un país dependiente del comercio exterior, mientras el megapuerto de Chancay en Perú estará listo el próximo año. Esta lentitud también la observamos en inversiones estratégicas para nuestra economía, como el hidrógeno verde y el litio, mientras Argentina y Australia han anunciado inversiones millonarias.
Para hacer frente a este rezago, el escenario de corto y mediano plazo no es muy auspicioso. A pesar de que el presupuesto estatal 2023 consideró un aumento en la inversión pública, este se enfrenta a una deficitaria gestión de proyectos. Así, la ejecución del Ministerio de Obras Públicas (MOP) en 2022 fue menor a la del año anterior, y en cuatro regiones fue inferior al 95%, principalmente en la zona norte del país. En lo que va del año, el último informe de la DIPRES señala una caída de 16% en la ejecución de la inversión en el MOP respecto del año anterior debido al retraso de algunos proyectos. A pesar de las medidas tomadas por el ejecutivo para la continuidad de los contratos con las constructoras, estas no han detenido las quiebras en este sector. Por otro lado, el programa de concesiones 2022-2026 presentado por el gobierno disminuyó en un 20% la inversión estimada respecto de la administración anterior. A esto se suma que durante el primer año de gobierno no se hizo ningún llamado a licitación.
El impacto de nuestra falta de inversión en infraestructura pública lo estamos sintiendo, con efectos importantes en la calidad de vida de los ciudadanos y nuestra competitividad como país. Sin duda son positivas las señales de la ministra López que aseguró el llamado a licitación de once proyectos para el periodo 2023-2024 -concretizando el primero de ellos-, y la del ministro Grau, que prometió una reforma para agilizar los trámites sectoriales (aunque excluye los ambientales). El cumplimiento de estos compromisos pavimentará el camino hacia una mayor inversión y un fortalecimiento de la alianza público-privada, pero no son suficientes. Para construir el Chile del futuro, es compartido el diagnóstico de la necesidad de una política de Estado en infraestructura (OCDE, CNEP), que entregue un plan sólido y sostenible de largo plazo. Junto con ello, es indispensable avanzar en la coordinación de las distintas instituciones públicas para un cumplimiento eficiente de dicho plan. Romper la inercia de la última década no es fácil. Pero el país ya no puede seguir esperando.