El Mercurio, 11 de marzo de 2018
Opinión

Corto circuito emocional

Ernesto Ayala M..

En un total aproximado de 250 estrenos, las chilenas representaron poco menos del 20%. ¿Cuántos espectadores recibieron? De acuerdo a un estudio encargado por el Consejo de las Culturas y las Artes, 266.000 espectadores de un total de 27.732.000. Es decir, el 0,96%.

El año pasado se estrenaron, entre documentales y largometrajes de ficción, 48 películas que calificarían como chilenas si consideramos el origen de su producción. No es poco. En un total aproximado de 250 estrenos, las chilenas representaron poco menos del 20%. ¿Cuántos espectadores recibieron? De acuerdo a un estudio encargado por el Consejo de las Culturas y las Artes, 266.000 espectadores de un total de 27.732.000. Es decir, el 0,96%. Esto significa que el cine chileno no alcanzó a atraer al 1% de los espectadores. Y estos números sí incluyen al público de las salas independientes, que aportaron con el 24% de esos patriotas espectadores. Con 54 mil personas, «Una mujer fantástica» fue la cinta chilena más vista de 2017, seguida por «Se busca novio… para mi mujer», remake criollo de una simpática película argentina que atrajo a 52 mil espectadores. Ahora, no siempre los números han sido tan demoledores. En 2016 el cine chileno convocó al 7% de los espectadores, en buena parte gracias a «Sin filtro», de Nicolás López, que llevó a casi 1.300.000 personas. Si tomamos el promedio de los últimos años, para ser justos, el porcentaje se mueve entre el 4 y 5%.

Los directores chilenos detestan esta crítica, pero los números no mienten. Sus películas convocan poco público. La industria está fuertemente subsidiada a través del Fondo de Fomento Audiovisual -$ 8.367 millones para este 2018-, a lo que se suman los fondos del Consejo de Televisión, Corfo y otras instituciones. No todo se va a la producción de películas, es cierto, pero sí buena parte. Eso explica que los estrenos chilenos aumenten año a año, al punto que ni el más abnegado espectador sería capaz de verlo todo. Pero la cantidad no ayuda. No con el público, al menos. Quizá incluso desorienta y hace difícil para un espectador distinguir una cinta relevante de un trabajo colectivo y titubeante con el que una generación se titula de alguna escuela de cine. La cantidad, sin embargo, hay que reconocerlo, ayuda a ampliar las realidades que el cine chileno abarca. Gran parte de lo que se estrena son documentales, que con un trabajo de hormiga sondean rincones pocos conocidos o registrados de nuestra historia reciente. El trabajo es casi anónimo, y ciertamente no genera filas en las multisalas, pero sí contribuye a construir historia, memoria e identidad. Muchas veces hay ahí historias que algún día, de forma indirecta, quizá pasen a un formato mayor.

Es en el cine de ficción donde está, cómo decirlo sin que suene feo, el problema. Es cierto que ha avanzado enormemente en términos de sofisticación técnica y amplitud temática. Decir que el cine chileno sigue pegado en la dictadura es un cliché de una injusticia enorme. Las películas chilenas están más cerca de la contingencia que nunca. El caso Larraín, los abusos sexuales de sacerdotes, la jueza Atala, las niñas araña han pasado de ocupar titulares en los quioscos a ocupar títulos en la cartelera. Sin embargo, el público no parece reaccionar.

¿Importa esto realmente? Calidad y recepción del público no tienen por qué estar relacionados. Es cosa de ver la lista de los libros más vendidos. Sin embargo, el cine, a diferencia de la literatura, es un arte industrial, masivo: no es sustentable si le da completamente la espalda al público. Históricamente, su masividad ha sido su cable a tierra. De no ser por la necesidad de convocar al público para financiarse hubiera terminado como el video arte o la filatelia: una afición mínima, parroquial.

El problema del cine chileno, dicen algunos, es de marca. Pero no parece una explicación suficiente. Algo falla en la conexión emocional. Como en buena parte del cine mundial, en Chile hay un espacio insalvable entre el cine masivo y el cine de festival. No se puede servir a esos dos señores simultáneamente, y como el público ha resultado duro de conquistar, muchos cineastas locales han preferido ir por los jurados cultos y progresistas de los festivales. El tiempo les ha dado la razón. Han encontrado allí satisfacciones que no obtienen en el terruño. El peligro está en que el cine chileno se parezca cada vez más al cine de festival que proviene de Canadá, México, Dinamarca o Bélgica: cintas contenidas, críticas, cerebrales, estéticas y no poco lateras. El cine de festival, no hay que ser ingenuo, tiene también mucho de fórmula. Apostar por este significa abandonar las historias, el tono o la emoción que ha hecho encantador, entrañable e irresistible a buena parte del cine argentino, del cine inglés y, como no, del cine norteamericano. Dicho de otra forma, el cine chileno hoy, en el mejor de los casos, provoca admiración, pero ciertamente falla en provocar entusiasmo. A modo de prueba final, inténtese el siguiente ejercicio: ¿qué cinta chilena de los últimos diez años le gustaría ver de nuevo? ¿Por cuál pagaría para volver a ver en pantalla grande?