El Mercurio, 5 de julio de 2016
Opinión

Cristo de nuevo crucificado

Joaquín Fermandois.

A casi un mes de la profanación de un Cristo por parte de manifestantes en la iglesia de la Gratitud Nacional,

A casi un mes de la profanación de un Cristo por parte de manifestantes en la iglesia de la Gratitud Nacional, es posible efectuar un balance de las reacciones frente a un hecho antes inimaginable, y robarle el título a una novela de Nikos Kazantzakis sin necesariamente comulgar con todo el espíritu del autor. No sucedió ni en los peores momentos de la polarización entre clericales y anticlericales en el siglo XIX, con sus mutuas caricaturizaciones y destemplados epítetos. Ni sucedió en medio de las querellas ideológicas del siglo XX chileno, no al menos desembozadamente ante el público y las cámaras. Ahora se compite con el Estado Islámico en salvajismo y exterminar al cristianismo.

Llama la atención la tibieza de las reacciones en el Chile oficial y en la mayoría de la izquierda (otros también tienen pecados); fue mirado de manera similar a tomas desoladoras, como la del Internado Nacional Barros Arana, que al final parece ser un insumo más del acontecer cotidiano. Entre indiferencia, alegría disimulada y malquerencia, sobre todo con desagradecimiento al papel de la Iglesia, a la que se ensalzaba hace unas décadas y ahora se la denuesta o se la somete a escarnio. Se aprovechan los malos momentos que han ocurrido en la última década en la Iglesia Católica.

Una cosa es zaherir a la religión y a la Iglesia con caricaturas como las de Charlie Hebdo o las de tanto comentarista de farándula ignorante -en el fondo, convencional- de nuestra televisión. Viene a ser inevitable y casi necesario en una sociedad abierta. Un recurso a la histeria fundamentalista como respuesta destruiría nuestra civilización. Sin embargo, destrozar un Cristo con desparpajo y provocación no es un puro acto adolescente. Fue una especie de nihilismo activo, según la muy citada expresión de Nietzsche que pudo ser original hace 130 años, pero hoy, más que una aventura, consiste en un acto mecánico de expansión física, en peculiar éxtasis pseudo-religioso, como a veces vemos en la adoración deportiva o en conciertos de rock . Con todo, parece de mayor gravedad la indiferencia o insensibilidad no solo de gran parte de lo que se llama izquierda, sino que de una parte gravitante de la sociedad chilena, aunque no sea algo exclusivo de este país.

El creyente seguramente desmaya. Lo más excelso de su representación es avasallado y escarnecido, cruel burla que además alude a legitimidades orgiásticas careciendo del frescor de la cultura tradicional y arcaica de donde surgían estas expresiones. El no creyente que aprecia las creaciones de la civilización humana también tiene razones para preocuparse. Sin la veneración o al menos respeto a símbolos que vinculan con lo absoluto -que por cierto solo pueden ser muy pocos-, también se van a esfumar otros aspectos de la vida civilizada; incluso el mismo sentido de la vanguardia y de la provocación van a carecer de toda significación. Al final solo restará la desnuda lucha entre los más fuertes.

No se trata de que el mundo esté dividido solo entre creyentes y no creyentes. Fuera del área del mundo islámico existe un amplio espectro de contemporáneos que se comportan según el supuesto de que tanto Dios -o lo divino- y el hombre están atrapados en un largo túnel, en cuyo lejano final destella una luz. Sería así, ya que cuando Dios creó al hombre produjo también un problema para sí mismo: libertad y arbitrio humanos. Este misterio o enigma según lo experimente cada cual requiere de los símbolos absolutos, colocados más allá de la contingencia diaria. Es la parte de la humanidad que debiera sentirse más llamada a reaccionar por este acto de estrago de lo humano (y de lo sagrado).