El Mercurio
Opinión

Culpa del liberalismo

Leonidas Montes L..

Culpa del liberalismo

La libertad se ha limitado. El Estado de derecho tiembla. No hay tolerancia ni conversación.

Llevamos más de cuarenta días angustiados por una crisis que nadie hubiera imaginado. Hace seis semanas, en Chile pensábamos sobre el medio ambiente, la crisis climática y el aire limpio. Del oasis de la COP25 caímos al desierto del fuego, el humo y la destrucción. En APEC se darían la mano Donald Trump y Xi Jinping para terminar con la guerra comercial. Hoy se asoma la fea cara del desempleo y la contracción económica. En nuestro querido Chile, un país de contrastes, vivimos una compleja realidad cuya evolución y consecuencias desconocemos. Y lo peor es que poco a poco nos vamos acostumbrando.

Algunos responsabilizan al liberalismo de esta crisis. El verdadero liberalismo, cuya tradición se remonta a los clásicos, comparte sus orígenes modernos con el republicanismo. Aristóteles hablaba del ser humano como un animal social (zoon politikón). Vivimos en sociedad, con otros. Somos ciudadanos y personas que aprendemos a ser virtuosos, así como aprendemos a ser buenos constructores. Pero todo lo que construimos —incluso la moral o lo que es bueno y malo— lo construimos en sociedad. Inspirados por la tradición grecorromana, algunos pensadores del Renacimiento levantaron la voz por la libertad. Un hombre libre, para un republicano, era el que no estaba sujeto a la voluntad o al dominio de otro.

En su clásico Leviatán, de 1651, Thomas Hobbes da un giro al concepto de libertad y elabora una teoría política de la sociedad. Con su imagen del Leviatán distante e impertérrito, establece la idea de un contrato social donde nos ponemos de acuerdo. Renunciamos a una parte de nuestra libertad para asumir obligaciones que nos permiten vivir juntos, en paz. Si no tuviéramos ese acuerdo social con leyes y deberes, viviríamos en un estado de naturaleza aterrador. Sin contrato social, o sea, sin reglas, no habría paz ni sociedad. Nuestra vida, nos dice Hobbes, sería “solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta”. Viviríamos en un estado de guerra de todos contra todos. Sería el gobierno del miedo. Por eso necesitamos al Estado, con su mirada fría e indiferente.

Con John Locke surgen los principios liberales de “la vida, la libertad y la propiedad” como los cimientos de la sociedad moderna. Para un liberal la propiedad no es solo material. Se relaciona también con lo propio en su sentido más amplio. Piense, por ejemplo, en su familia, su círculo íntimo o en lo que le gusta hacer, pero sin dañar a otros. Y, finalmente, en el siglo XIX, nace la democracia representativa como la mejor forma de organización social. La institucionalidad democrática es el contrato social que une a los ciudadanos. Es el fundamento que permite la convivencia. Y cuidar nuestra democracia —ya lo sabemos en Chile— exige todo de nosotros.

El verdadero liberalismo tiene un sentido moral profundo donde importa el otro tanto como lo propio. Chile es víctima de una carencia de ese republicanismo liberal. Sus fundamentos más básicos ya no se respetan. La libertad se ha limitado. El Estado de derecho tiembla. No hay tolerancia ni conversación. No importa el otro. Cunde el miedo. Se destruye lo público y lo privado. Y la dignidad, ese llamado que todos compartimos, se ha convertido en una parodia que nos obliga a bailar.

En estas seis semanas que parecen una eternidad, el mundo político ha dado señales alentadoras. Al histórico acuerdo constitucional se suma un generoso presupuesto que mejorará la vida de millones de chilenos. Pero ya nada es suficiente contra la violencia del narco-anarquismo o el delirio revolucionario.

En Norteamérica, hoy jueves se celebra Thanksgiving, el día de gracias. Solo cabe esperar que en Chile podamos darle gracias al mundo político por un nuevo gran Acuerdo Nacional. Pero esta vez contra la violencia y el caos de la anarquía. Es un imperativo republicano y liberal.