La Segunda
Opinión
Proceso constitucional

De los tres tercios a las dos mitades

Aldo Mascareño.

De los tres tercios a las dos mitades

En el actual Proceso Constituyente, como en el primero, nos jugamos en qué mitad vamos a vivir. Si en la de reglas que permitan el juego democrático entre distintos proyectos inclusivos o en la de fórmulas excluyentes que reconocen solo a los propios.

Como reacción al escenario polarizado que dejó la crispada conmemoración de los 50 años, y la fuerte tensión en el proceso Constitucional, ha reaparecido la tesis clásica de que Chile sería un país políticamente moderado, reacio a extremos. En el Chile mítico, esta era la historia de los tres tercios: el PC por un lado, los latifundistas por otro, y un gran centro socialdemócrata, DC y de derecha social que estibaba el buque.

Lo cierto es que hoy ninguno de esos sectores tiene un peso relevante. En la época de la Convención, parte de la izquierda cayó presa de discursos identitarios. Aunque creían controlarlos, sus partidos nunca pudieron transformar consignas particulares en un mensaje universal de igualdad e inclusión; hasta los derechos humanos quedaron a la par de los de la naturaleza. En el actual Consejo Constitucional pasa algo equivalente en parte de la derecha: el particularismo de la batalla cultural desplaza la universalidad del liberalismo, del pluralismo y del disenso democrático que debe primar para construir una sociedad abierta. En ambos casos la sociedad es tratada como máquina trivial, desconociendo que en su equilibrio complejo radica su supervivencia democrática.

Las buenas almas clásicas aún confían en el centro. Quieren verlo en esa mitad de chilenos que, según la encuesta CEP, aún cree que la democracia es el mejor sistema de gobierno. Pero un todo son dos mitades y la otra puede reunir desde la plurinacionalidad hasta el rodeo.
En un libro de inicios de siglo, Identidad chilena, Jorge Larraín distinguía seis identidades históricas y otras creciendo al alero de la democracia: el clientelismo, la despolitización, el autoritarismo, el racismo, el fatalismo, la solidaridad popular, la religiosidad, el eclecticismo, el consumo y la ostentación. Hoy podríamos ampliar la lista. Entonces, no hay centro ni tres tercios; solo dos mitades: una democrática y otra compuesta por los fragmentos que aguda y premonitoriamente describió Larraín hace dos décadas.

Dada esta dualidad, ¿queremos hacer política democrática o política de la identidad? Porque son distintas. A la primera la inspiran principios universales como la libertad, la igualdad, el pluralismo. Cualquier pretensión particular que busque controlar el todo tiene que enfrentarse a esos principios. En la segunda, por el contrario, los partidos recogen directamente las identidades y las generalizan sin mediación. Por eso hoy tenemos más de veinte partidos y otros tantos en formación.

En el actual proceso constituyente, como en el primero, nos jugamos en qué mitad vamos a vivir. Si en la de reglas que permitan el juego democrático entre distintos proyectos inclusivos o en la de fórmulas excluyentes que reconocen solo a los propios. Entre ambas opciones no hay centro, pero solo la opción democrática puede evitar que una parte controle el todo. Ese es el desafío del Consejo.