OPINIÓN / El Mercurio
Opinión

Del entusiasmo a la realidad

Leonidas Montes L..

Del entusiasmo a la realidad

Sumidos en un agrio solipsismo, desconectados de la realidad… algunos no ven que llegaron los tiempos de austeridad y vacas flacas.

La semana pasada Carlos Peña, cuya voz ha sido un sedante de racionalidad y sensatez en estos siete meses de crisis, envió a este medio una carta titulada “La política en tiempos de peste” (miércoles 6 de mayo). En ella sostiene que durante el estallido o crisis social vivimos un “momento redistributivo”. Ese impulso, consecuencia del bienestar material que construimos y cuidamos durante tanto tiempo, lo lleva a hablar de una “política del entusiasmo”. La elección de la palabra entusiasmo, si reflexionamos sobre su significado y sentido original, es apropiada. Y también actual.

El entusiasmo tiene su raíz etimológica en theos. Por lo tanto, desde los griegos esta palabra tiene un vínculo con Dios o lo divino. Para los clásicos, el entusiasta se encontraría “inspirado” o incluso “poseído” por algún dios o deidad. Y aunque hoy el entusiasmo es solo una sana e inofensiva inspiración que apunta a una “exaltación y fogosidad de ánimo” o una “adhesión fervorosa que mueve a favorecer una causa” (ver diccionario de la Real Academia), en el siglo XVIII la palabra todavía tenía ese sentido peyorativo de posesión divina.

Samuel Johnson, pese a ser un ferviente creyente, en su monumental diccionario de 1755, define el entusiasmo como “creencia vana en una revelación privada o vana confianza en una comunicación divina”. Otro significado también sería: “calor de la imaginación, elevación de la fantasía o exaltación de ideas”. Es precisamente esa “exaltación de ideas” la que puede llevarnos al fanatismo y la superstición. Y también a la intolerancia, la intransigencia y el solipsismo.

La “política del entusiasmo” parece ser una definición acertada para interpretar las demandas políticas durante ese corto e intenso período de la crisis social. Su narrativa y retórica se expresaban en consignas como “correr el cerco de lo posible”. Su anhelo y ansiedad por un país más justo confundían, en el calor de la imaginación, el producto económico con el maná. Su discurso de los derechos sin importar los deberes —una idea que todavía persigue a Sergio Micco— era elevado a la categoría de fantasía divina. Y su permanente e intensa obsesión con los terribles treinta años, la política a puertas cerradas, los ricos y los poderosos, es un buen resumen de lo que alentó esa ola de entusiasmo.

Ante el entusiasmo desatado, Peña se pregunta, quizá con velada esperanza, si podremos volver a la “política del escepticismo”. En definitiva, si la política recuperará su “amarga grandeza”. Si estábamos acostumbrados a nadar bajo un sol primaveral, acariciados por esa suave brisa de la prosperidad, ahora arrecia una tormenta. En tiempos de crisis, la política debería ayudarnos a sortearla. Sería el momento, entonces, de enfrentar y capear la tormenta. Sería la oportunidad para revalorizar el rol de la política. Pero a ratos esta se muestra inmune a este duro golpe de la naturaleza. Sumidos en un agrio solipsismo, desconectados de la realidad, aleteando en un mar de sandeces, imaginando y construyendo realidades propias, algunos no ven que llegaron los tiempos de austeridad y vacas flacas. Si el coronavirus nos cayó como un balde de agua fría, a algunos todavía no se les enfría el entusiasmo.

La crisis del coronavirus sería un llamado y también una oportunidad para recuperar, después del entusiasmo, la “política del escepticismo” que menciona Peña. Pero también la “política de la responsabilidad”. Es el momento de responder con realismo y sentido republicano.

David Hume, un escéptico de tomo y lomo, escribía: “El entusiasmo produce los más crueles desórdenes en la sociedad humana; pero su furia es como un trueno o una tempestad que se apaga en poco tiempo y deja el aire más calmo y sereno que antes” (“De la superstición y el entusiasmo”, 1741). Esperemos que así sea.