El que no tiene miedo es un loco. Pero el que tiene demasiado miedo puede precipitarse y esconderse en la insensatez.
En su portada de ayer, “El Mercurio” resalta un apartado sobre “Crisis de seguridad”. Leemos que el crimen organizado es responsable de casi un 40% de los homicidios en el centro y norte de la capital. Más abajo, el sacerdote jesuita Pablo Walker clama que Chile “ya no puede, no debe adaptarse a lo que está viviendo”. En otra página se destacan los esfuerzos de la ministra del Interior, del subsecretario y exautoridades para enfrentar esta crisis. Y para cerrar, algunas noticias de Apruebo Dignidad y sus reparos a la agenda de seguridad. Pareciera que la coalición de gobierno, integrada por el PC y el Frente Amplio, no está para treguas.
Nuestro vértigo pendular, impulsado por el anima chilensis, es sorprendente. Hace tres años contemplamos e idolatramos la violencia. Jugamos con fuego. La ira, la rabia y un cúmulo de anhelos se tomaron el alma de Chile. Si hasta los supuestos héroes de la primera línea fueron recibidos con vítores en nuestro ex-Congreso. No fue un asalto lo que les abrió las anchas puertas del antiguo hemiciclo. Fue una invitación de algunos sectores de Apruebo Dignidad.
Finalmente, nos dimos cuenta de que esa dignidad no era digna. Y que el Apruebo no era el camino. La dignitas ha recuperado su sitial. Y se nos abrió una nueva oportunidad constitucional. Los movimientos que alimentaron la fantasía colectiva fueron desplazados. Atrás quedaron las cantinelas pluriconvencionales. La borrachera dio paso a la resaca. Y las esperanzas fueron reemplazadas por el miedo. La “Crisis de seguridad” no es solo una nueva marea política. Es una escalofriante realidad.
Thomas Hobbes, autor del clásico “Leviatán” (1651), habría dicho: “el miedo y yo nacimos como gemelos”. Su testimonio tiene asidero. Nació prematuro y llegó al mundo bajo la amenaza de una invasión. La Armada Española era invencible. Pero el miedo también influyó en su pensamiento político. El contrato social nace de ese sentimiento que exige seguridad. Los ciudadanos nos ponemos de acuerdo y entregamos parte de nuestra libertad para vivir en paz. Esa famosa frase de que la vida en estado de naturaleza sería “solitaria, pobre, terrible, brutal y corta” todavía retumba en nuestros oídos.
Aunque el miedo y la angustia nos acompañan desde nuestra antigua relación con los dioses, hablar y teorizar sobre el miedo es una cosa. Pero tener miedo es otra. Sin entrar en las profundidades del existencialismo, el miedo se relaciona con lo propio, con lo más íntimo. Quien haya sufrido un asalto en su hogar sabe a lo que me refiero. Esa sensación de ultraje o violación contra lo propio es indeleble. Cuando John Locke se refiere a “la vida, la libertad y la propiedad” (1689), hace una descripción amplia de lo propio. Pero esa amplitud también encierra la amenaza del miedo. Y de la responsabilidad del gobierno civil.
En Chile saltamos del oasis al estallido, para caer en el miedo. Y el miedo gatilla dos reflexiones. Primero, tener miedo nos debería ayudar a aclarar qué es lo temible. Sabemos que el crimen organizado y el narcotráfico están en Chile. Pero desconocemos su alcance y ramificaciones. Por ejemplo, ¿no le sorprende que el camión escáner para detectar drogas en el puerto de San Antonio lleve más de seis meses sin funcionar? Y habituados a los funerales narcos “escoltados” por carabineros, ¿nos hemos preguntado si hubo alguna llamada?
Segundo, el miedo no es amigo de la razón. En esta crisis de seguridad, las reacciones deben ser reflexivas y no solo reactivas. Perder la calma y alejarse de la prudencia aristotélica no es el mejor camino. Como diría el estagirita, el que no tiene miedo es un loco. Pero el que tiene demasiado miedo puede precipitarse y esconderse en la insensatez. ¿Será prudente destinar 1.500 millones de dólares permanentes al combate de la delincuencia? Por cierto, hay más preguntas que respuestas. Pero lo bueno es que Chile dijo basta.