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Desbordada representación

Leonidas Montes L..

Desbordada representación

Las convicciones pueden conducir al aislamiento y el solipsismo. Y el pragmatismo, a la apertura y el realismo.

El sistema binominal fue establecido el 26 de mayo de 1989. Los dos grandes bloques dominantes fueron la Concertación y la Alianza, dando paso posteriormente a la Nueva Mayoría y Chile Vamos. En la práctica estos bloques se repartían la torta. Bajo ese sistema el poder de los partidos era grande. Existían los temidos tribunales supremos. Y las órdenes de partido eran generalmente acatadas. Había demasiado en juego. Y todo esto, por cierto, ayudaba a promover esa añorada política de los acuerdos.

Aunque este sistema entregó estabilidad política y fue importante para esos exitosos treinta años, también producía fenómenos curiosos e injustos. El debut del binominal quedó marcado. La elección de senadores de 1989 en la circunscripción de Santiago Poniente concentraba el mayor número de votantes. Por la Concertación iban los candidatos Andrés Zaldívar y Ricardo Lagos. Por la derecha —llamada entonces Democracia y Progreso— corrían Jaime Guzmán y Miguel Otero. Andrés Zaldívar obtuvo 408.227 votos, Ricardo Lagos 399.721, Jaime Guzmán 224.396 y Miguel Otero 199.856. Aunque Lagos obtuvo 175.325 votos más que Guzmán, fueron elegidos Andrés Zaldívar y Jaime Guzmán. Claramente se sacrificaba la representación.

El sistema también incentivaba el acarreo. Figuras carismáticas arrastraban a compañeros de lista. Bastaba con apostar al doblaje. Aunque siempre había varias sorpresas en las elecciones, bajo el binominal los resultados tenían un halo de persistencia. Y con el tiempo esa estabilidad política derivó en cierta comodidad. Finalmente, y después de varias propuestas fallidas, se cambió nuestro sistema electoral. Fue el año 2015, bajo el segundo gobierno de Michelle Bachelet.

Al anunciar el fin del binominal el 2015, Bachelet aseguró: “Estamos devolviendo el poder a los ciudadanos”. También destacó que “tras 25 años quitamos el cerrojo que distorsionaba la voluntad y la participación de las personas”. Pero como en Chile adoramos el vértigo pendular, nos fuimos rápidamente al otro extremo. Se rompió el cerrojo. Se abrió la compuerta. Cambiamos la estabilidad por una representación desbordada.

En ese entonces algunos académicos e intelectuales auguraron y advirtieron que el nuevo sistema electoral conduciría a la fragmentación de la política, debilitando a los partidos tradicionales y atomizando la representación. Se usaba como referencia lo que había sucedido con Brasil. En Chile todo cambió muy rápido a partir de las últimas elecciones parlamentarias (2017 y 2021). Ahora tenemos mucha representación, pero poca estabilidad. Basta notar la proliferación de nuevos partidos.

Este fenómeno, como ya lo han advertido varios analistas, es preocupante. Tenemos 22 partidos en el Congreso. Y aunque es loable y deseable que el centro busque sus merecidos espacios de representación —“Amarillos” y “Demócratas” están en la fila del Servel—, el número de partidos sigue creciendo. Pareciera, como diría un matemático, que el promedio de partidos per cápita tiende a uno. En fin, como si fuera otra ironía del basureado neoliberalismo, el individualismo parece ser hoy más poderoso que los partidos.

En términos electorales, no existe un sistema óptimo y cada país tiene sus peculiaridades. Sabemos que los partidos políticos son fundamentales para la democracia representativa. Y en un sistema presidencialista como el nuestro, los partidos deben fortalecerse y no diluirse, empoderarse y no debilitarse. Al final la democracia representativa descansa en la representación, pero también en esa estabilidad que permitela gobernabilidad. El binominal contribuía a esto último. El actual sistema, en cambio, es un caldo de cultivo para divisiones, facciones o esos colectivos que nos recuerdan el fracaso de la Convención. Es el momento para repensar nuestro sistema electoral.