La representación está mudando de naturaleza y eso puede constatarse de mil maneras.
ué duda cabe: las elecciones se han trasladado definitivamente al dominio de los medios de comunicación y de las redes sociales. Quizá esto explica —en una medida importante— el hecho de que el proceso electoral se vive ahora como una representación (frente a algún tipo de pantalla), sin que el público crea, necesariamente, que quienes se hallan presentes en el escenario estén llamados a convertirse en sus genuinos representantes.
La representación, por tanto, está mudando de naturaleza. Se desplaza desde los ámbitos colectivos —el espacio de la polis, la ciudadanía, el campo republicano, la voluntad general— hacia el ámbito privado del hogar, la elección individual, el público espectador y alimentador de rankings, la interpelación personal y la opinión pública encuestada.
Puede constatarse esto de mil maneras. No hay muchedumbres manifestando sus preferencias en las calles, ni carnaval popular, ni fiesta republicana, ni debates intensamente ideológicos, ni sentimientos compartidos, ni formación de un vínculo más o menos carismático entre electores y futuros mandatarios-representantes.
Al contrario, la gente parece ajena al escenario mediático que convierte la elección política, la producción de una voluntad soberana, en un acto individual de recepción (consumo) de imágenes y de producción de mayorías privadas.
La elección competitiva de representantes significó —durante el tiempo del encantamiento democrático, de una manera socialmente aceptada— un acto de trasmutación que, elevándose más allá de la mera racionalidad instrumental, genera una entidad superior, un fenómeno cultural de legitimidad, la figura del representante del pueblo, una conciencia colectiva con proyección pública. Casi, se pudiera decir, una realidad espiritual.
Era un rito republicano que arrojaba un excedente de sentido a partir del mero, desnudo, hecho de asistir a un lugar para depositar un voto en una urna que luego, como una expresión de la suma de votos emitidos, creaba la entelequia compartida de una voluntad general, un mandato popular, un poder republicano; en fin, un orden político en que representados y representantes, ciudadanos y autoridades, quedaban sujetos a un pacto misterioso, pero eficaz, a un código común de símbolos, a una jerarquía de mandantes y mandatarios.
Todo ese mundo encantado, carismático, teológico-político —esencial para la existencia de una democracia como estado cultural— ha sido sometido a procesos de racionalización mediática e intelectualización crítica, disolviéndolo. Ha sido desmenuzado, desencantado y finalmente superado, dejando atrás su contenido simbólico virtuoso, generador de una verdad democrática.
Queda ahora al desnudo, entonces, el entramado ficticio (espiritual) de la democracia, su componente cuasi-religioso, en cuanto misterio y sacramento republicano, según suele decirse.
Como contrapartida, la gente pierde su fe en las instituciones democráticas, en el proceso electoral, en el acto de la representación, en el vínculo con el mandatario, en la legitimidad del orden de la polis.
Toda la sala de máquinas de la democracia queda expuesta al ser colonizada la política por los medios de comunicación y las redes sociales, tal como antes su apariencia sagrada, altruista, de bien común, de servicio público, había sido depreciada al ser expuesta como una sirvienta del dinero.
En breve, la política democrática se ha secularizado, desencantado, ha perdido la magia, se ha vuelto mediática, exhibe complicidades poco virtuosas, se ve arrastrada por escándalos y pierde su capacidad carismática de transmutar el voto en representación, la decisión individual en voluntad colectiva y las formas de dominación en jerarquías legítimas sujetas a la alternancia del poder.
La nueva escena de la política en los media expone también a los candidatos, mujeres y hombres por igual, a una luz que magnifica sus defectos, debilidades, inconsistencias, al mismo tiempo que los somete a un escrutinio donde la persona (sus máscaras) desaparece para dar paso a una extraña figura virtual, una «figura pública». Pública no el sentido de su vocación y trayectoria, o su oratoria e ideas, o su uso de la razón en medio de la polis, sino en el sentido del espectáculo, del show reality, de las tormentas en las redes, de la exposición de miserias privadas y falencias humanas, demasiado humanas.
Como nunca antes, la política se halla sometida a un clima hostil y es enjuiciada diariamente ante el público, igual como antiguamente se sometía a los culpables a «la sombría fiesta punitiva» de la que escribe Foucault. Sólo que, a tono con los tiempos, también aquella «sombría fiesta» se ha secularizado, racionalizado, desdramatizado y aparentemente humanizado. Se celebra ahora ante las pantallas, en términos de inquisición moral, donde la política y los políticos no concurren como culpables, sino como permanentes sospechosos, en nombre de una función cuya legitimidad se ha deteriorado.
Por su lado, los políticos, sus organizaciones partidarias, campañas y trayectorias, no parecen haberse percatado de que la democracia representativa está siendo rápidamente reemplazada por la democracia desencantada, post-representativa, de públicos y pantallas, de guiones y ratings, de encuestas y escándalos, de reality shows y emociones de baja intensidad.
A este espectáculo asistimos ahora. Ya veremos qué resulta de él.
FOTO : PABLO OVALLE ISASMENDI/AGENCIAUNO