El Mercurio, 3/4/2011
Opinión

Deseo oculto

Lucas Sierra I..

Es curioso lo que pasa con la forma de gobierno en Chile. Su presidencialismo parece intocable y públicamente se le defiende como la única forma compatible con nuestra idiosincrasia. En privado, sin embargo, se le suele criticar y no es raro oír al interlocutor confesarse semipresidencialista o, derechamente, parlamentarista.

La modificación del presidencialismo chileno es como un deseo oculto. La incomodidad hacia él no se ventila públicamente, pero está ahí, siempre presente, en una latencia palpitante. No se verbaliza, pero, como buen deseo oculto, se cuela por la conciencia y se manifiesta de distintas formas. No en el discurso, claro, pero sí en los gestos y la conducta.

El período entre la guerra civil de 1891 y la Constitución de 1925 es un buen ejemplo. Algunas prácticas parlamentaristas contaminaron el esquema presidencialista que venía, con modificaciones, desde 1833. No se trató, claro, de una modificación en forma, acordada expresamente. En cambio, la reforma se materializó en la conducta de gobernantes y legisladores. Ahí se encarnó, silenciosamente, el deseo oculto.

Algo parecido ha venido pasando en la última década. Sin plantear derechamente la modificación del presidencialismo, se proponen reformas para introducir mecanismos parlamentaristas. Pero, al no presentarse derechamente como una modificación de la forma de gobierno, los mecanismos propuestos resultan incompletos, truncos. Un buen ejemplo fue la propuesta del Senador Eduardo Frei en el sentido de que el Presidente de la República pueda disolver el Congreso.

Esa fue una idea de Jorge Alessandri, que fue incorporada en el texto original de la actual constitución. Por suerte, se eliminó con la reforma de 1989. De otra manera, el Presidente podría disolver el Congreso sin la contracara que, como contrapeso indispensable, esta medida tiene en el parlamentarismo: el gobierno es responsable políticamente ante el Congreso, por lo que cae si pierde su confianza.

El deseo oculto parlamentarista también se ha manifestado en ciertos cambios ministeriales. El gobierno pasado y el actual se han traído destacados miembros desde el Congreso al gabinete sin advertir, aparentemente, el riesgo que esto envuelve para la autonomía recíproca que debe haber entre ambos poderes.

Hoy el deseo ha aflorado nuevamente, y con fuerza, a propósito de la intendenta del Biobío. Como diría un político inglés, ella fue «económica con la verdad» sobre unos subsidios. No se le comprobaron incorrecciones jurídicas, pero sus declaraciones generaron malestar moral. Es decir, algo que típicamente da lugar a responsabilidad política.

En nuestro esquema, ella es responsable ante el Presidente, quien decidió no hacerla efectiva. Pero impulsada por el deseo oculto, la oposición quiere cobrársela desde el Congreso, acusándola constitucionalmente. Para esto tiene que forzar una argumentación jurídica, a fin de disfrazar de ilicitud un error político. Y parte del oficialismo, cobrando cuentas intestinas, se ve tentado a sumarse a este acto forzado.

En esquemas semipresidencialistas y parlamentaristas no habría que forzar ni disfrazar nada, pues son formas diseñadas para hacer efectiva la responsabilidad política de un modo fluido y natural. Además, harían que la propia coalición de gobierno se comportara de una manera más responsable, pues su complicidad con los acusadores arriesgaría perder el gobierno. Aquí arriesga poco y nada, mostrando, una vez más, cuán fértil en díscolos puede llegar a ser el presidencialismo.

Es hora, entonces, de que la comunidad política se tienda en el diván a procesar el oculto deseo parlamentarista. Para verbalizarlo, racionalizarlo y decidir deliberadamente sobre él. Parece ser la única manera de que no siga manifestándose como espasmos inorgánicos.