El Mercurio, 24 de febrero de 2015
Opinión

Desigualdad, trabajo y reformas laborales

Harald Beyer.

Son varios los estudios que han sugerido la existencia de un premio a la sindicalización, esto es que en las empresas donde una proporción importante de sus trabajadores pertenece a sindicatos los salarios suelen ser más elevados que en otras donde su presencia es débil. La recomendación parece obvia: aumente el peso de los sindicatos en la economía y mejorarán las compensaciones de los trabajadores. Pero, ¿cuál es el origen de esos recursos? ¿Por qué no crearían distorsiones en el mercado del trabajo? La respuesta obvia es que en ausencia de sindicatos fuertes, los poderes de negociación de trabajadores y empleadores son muy desiguales. Por ello, estos últimos lograrían, como consecuencia de esta situación, obtener ganancias por sobre las que serían necesarias para recompensar sus inversiones, riesgos y gestión. Ahora bien, si estas disminuyen en beneficio de los trabajadores, solo se afecta un exceso que, como era inesperado, no lleva a una revisión de las decisiones de la empresa.

En un mundo dinámico donde todo el tiempo hay emprendimientos que fracasan, empresas que cierran o se achican, la idea de una suerte de premio a la sindicalización no parece enteramente plausible y de hecho es inconsistente con algunas regularidades macroeconómicas, como aquella que sugiere que las participaciones del trabajo y el capital suelen ser relativamente estables en plazos largos.

Así, no es extraño que en los últimos quince años hayan surgido estudios que sugieran que los sindicatos «exitosos» son más bien el resultado de empresas que tienen buenos desempeños, es decir, es en estas donde se desarrollarían con más fuerza los sindicatos y, por tanto, una vez que se controla por el desempeño de las empresas, no existiría ese premio al sindicato. Esta mirada parece ser más consistente con otros fenómenos económicos, como el recién mencionado, y también con las tendencias de las tres últimas décadas, que muestran una caída relativamente generalizada en las tasas de sindicalización consistentes con una economía mundial cada vez más globalizada y competitiva y con crecientes premios a los trabajadores más calificados.

Si la posibilidad de lograr una distribución del ingreso más igualitaria a través del fortalecimiento de los sindicatos no es obvia, conviene mirar cuidadosamente las políticas que al respecto se promueven. Más aún atendida la realidad chilena. La encuesta Casen, cuya última versión se acaba de divulgar, mostró que el Gini de los ingresos autónomos apenas se movió entre 2009 y 2013 (0,512 y 0,504, respectivamente, usando la nueva metodología). La razón principal detrás de esto es que el Gini de los ingresos del trabajo de los hogares, ordenados por ingreso autónomo per cápita, entre ambos años no se modificó (0,571). Son las diferencias en los ingresos de los propios trabajadores, entonces, las causas del elevado Gini en el país. Y ellas difícilmente se resuelven con las reformas que aspiran a fortalecer el poder sindical, aun si ellas tuviesen solo efectos positivos (hay evidencia de que los sindicatos suelen comprimir las brechas salariales, pero este efecto es marginal comparado con las grandes diferencias que se observan en los ingresos del trabajo en Chile).

La alta desigualdad en los ingresos del trabajo se explica, entre otros factores, por las altas diferencias en las tasas de ocupación (un 26,1% en el decil de hogares de menor ingreso y un 74,2% en el decil de mayores ingresos). Luego, por brechas de escolaridad significativas que se traducen en grandes diferencias de ingreso (por ejemplo para los ocupados del primer decil la mediana de escolaridad es nueve años y para los del décimo decil alcanza a los 17 años. Los trabajadores con este nivel de escolaridad tienen un ingreso por hora que es 3,9 veces mayor que los primeros). Y, también, porque los chilenos se emplean en sectores con productividades muy distintas. Una agenda ambiciosa que aspire a reparar estas realidades va a producir un impacto más efectivo en desigualdad que la reforma laboral en curso.

Por cierto, esto no es inconsistente con un fortalecimiento de los sindicatos, pero sí supone redimensionar apropiadamente esa agenda y evitar medidas que pueden traer más costos que beneficios. Evaluar cada una de sus medidas no es fácil, porque la evidencia es dispersa y no necesariamente definitiva. Pero, por ejemplo, pareciera que prohibir el reemplazo durante la huelga puede aumentar la frecuencia y duración de las huelgas, disminuir marginalmente el empleo e incluso, en plazos más largos, reducir los salarios relativos (en el corto plazo estos subirían). Es recomendable, entonces, buscar un equilibrio más razonable en la agenda laboral, de modo de no cometer errores que luego son políticamente difíciles de revertir.