La Segunda
Opinión
Sociedad
Política

Desinformación

Aldo Mascareño.

Desinformación

Que las tecnologías riesgosas deben ser reguladas por las potenciales consecuencias que calculamos o imaginamos, lo sabemos desde la era nuclear, pero hacerlo atribuyendo desinformación a quienes no comparten los convencimientos propios es un salto que especialmente los gobiernos deben evitar.

A fines del siglo pasado, la “crisis moral” era una fuerte motivación para la censura. Así pasó con La última tentación de Cristo por blasfema, Iron Maiden por satánico y la Casa de vidrio por impúdica. En este siglo, el impulso es censurar internet en defensa de “la verdad” y contra la desinformación.

En la Convención Constitucional, convencionales del PC y de movimientos sociales propusieron crear un Consejo Nacional de Medios de Comunicación. Diagnosticaban una concentración de las líneas editoriales que afectaba el pluralismo. La profecía autocumplida funcionó cuando el rechazo de 62% se atribuyó a la “desinformación” de la población. La idea siguió entonces su camino. En 2023, el gobierno creó la Comisión Asesora Contra la Desinformación, la que elaboró un primer informe de diagnóstico y otro de recomendaciones de manejo de plataformas digitales y redes sociales. Los informes se basaron en literatura de organismos públicos a nivel global más que en investigación científica. Una buena síntesis en todo caso, con recomendaciones generales de regulación y autorregulación. Últimamente el gobierno promociona la conferencia sobre el periodismo frente a la crisis ambiental. ¡Ideal! Mientras no se trate de “la verdad” acerca del fin de la humanidad producto del cambio climático.

No hay duda de que las invenciones tecnológicas que implican riesgos y peligros requieren algún tipo de regulación e incentivos a la autorregulación. Pero la imprenta también tenía riesgos. El más grande era que la comunicación quedara entregada a la autonomía interpretativa de las personas y que, a partir de ello, fundaran el tipo de sociedad que hoy llamamos moderna, donde se diferencia verdad y poder, una base de la autonomía individual y la libertad de expresión.

Hay algo incómodo cuando los gobiernos comienzan a hablar mucho de libertad de expresión, una clásica libertad negativa justamente formulada para resistir las pretensiones de control de la burocracia estatal sobre la opinión pública. Para que funcione, la primera autorregulación corre por cuenta del Estado. Este debe abstenerse de introducir el problema de “la verdad” y el engaño por desinformación como un criterio de evaluación de la opinión, porque incluso en la ciencia las verdades son provisionales. Sobre todo, debe resistir al cosmos de convencimientos propios para evitar la tentación de intervenir cada vez que los “desinformados” opinen distinto. Hay varios ejemplos dramáticos, históricos y actuales, de la clausura comunicativa a la que esto puede conducir.

Que las tecnologías riesgosas deben ser reguladas por las potenciales consecuencias que calculamos o imaginamos, lo sabemos desde la era nuclear, pero hacerlo atribuyendo desinformación a quienes no comparten los convencimientos propios es un salto que especialmente los gobiernos deben evitar. De otro modo, “la verdad” se transforma en un instrumento dependiente del poder político.