El Mercurio, 11 de septiembre de 2016
Opinión

Diario de un diario

Ernesto Ayala M..

Los diarios de Piglia, esos 327 cuadernos, eran un pequeño mito en la literatura latinoamericana, estimulado, en parte, por el propio Piglia.

 

El escritor argentino Ricardo Piglia (1941) deja Princeton a fines de 2010, luego de enseñar literatura en Estados Unidos por cerca de 25 años. Vuelve a Buenos Aires y decide releer o escrutar los diarios de vida que escribe desde los 16 años. El documentalista Andrés Di Tella (1957) se acerca a Piglia justo en ese momento y lo invita a filmar ese proceso. El resultado es «327 cuadernos», el diario de la lectura de un diario, según reconoce el mismo director en la película estrenada la semana pasada en Chile.

«327 cuadernos».
Documental dirigido por Andrés Di Tella. Con Ricardo Piglia. Argentina, 2015, 82 minutos.

Los diarios de Piglia, esos 327 cuadernos, eran un pequeño mito en la literatura latinoamericana, estimulado, en parte, por el propio Piglia. Se sabía que Piglia llevaba escribiendo esos cuadernos desde los 16 años y los pequeños apuntes que había destapado aquí o allá, en ensayos o reflexiones, no dejaban de ser prometedores. Piglia, sin embargo, refleja en el documental su propia perplejidad al abordar los primeros cuadernos, aquellos de juventud, acto que había postergado durante décadas. Hay pedazos cuya letra no entiende, o entiende parcialmente, hay cosas que le dan vergüenza -obviamente-, hay listas y detalles que le parecen triviales y hay sucesos que no recuerda haber vivido, lo que le provoca la sensación de leer el diario de otra persona. Sin embargo, lo que más lo sorprende es darse cuenta de que muchos de los recuerdos que su memoria es capaz de invocar nítidamente no están en los diarios. Así, Piglia da ejemplos de esos recuerdos, cuenta el origen de los diarios y da vueltas sobre cómo hubiera sido su vida si Perón no hubiera caído en 1955 y su padre no se hubiera sentido obligado a dejar el suburbio de Adrogué, en Buenos Aires, para refugiarse en Mar del Plata, donde Piglia, adolescente, se sentía desterrado. Es decir, el relato de Piglia, su voz, complementa o, mejor dicho, se sobrepone a las palabras guardadas en sus míticos cuadernos.

Di Tella tiene la suficiente sensibilidad e inteligencia para dejar a Piglia derivar sobre todo esto. Se interesa más por Piglia que por sus diarios, lo que revela sensatez. Sin embargo, las palabras de Piglia, por interesantes que sean, no hacen un documental. El director entonces aprovecha a Piglia y su mirada para hacer de «327 cuadernos» una reflexión sobre la memoria y el registro. Ensambla así, sobre las palabras de Piglia o entre ellas, imágenes de acontecimientos fundamentales en la historia argentina reciente (como la caída de Perón, la muerte del Che Guevara, las dictaduras de los 70 y 80) junto con registros amateurs , privados, de personas desconocidas que, aparentemente, un amigo suyo ha coleccionado. «Metáforas de la memoria» llama a estos últimos el director, en su estilo autoconsciente. ¿Funciona? Creo que sí. El espectador menos prevenido podrá sentir que «327 cuadernos» tiene algo de experimental, de boceto incompleto, pero bajo esa apariencia Di Tella logra lo que se propone, que es reflexionar sobre la distancia que hay entre registro y memoria, y cómo la existencia de una no asegura la otra. Esas imágenes caseras y, por lo mismo, muchas veces cálidas hablan de vidas que fueron importantes para sus protagonistas, pero que hoy, a los espectadores que no conocen esas vidas, nos parecen intrascendentes, importantes ahora solo en la medida en que son testimonios de lo que se convertirán nuestros propios registros, que posiblemente ni siquiera tendrán el honor de llegar a un documental. Los registros, parece decir la cinta, son peleas contra el tiempo que, en algún momento, serán peleas perdidas. Este mismo documental, indispensable si te interesa Piglia, sabroso si te gusta la literatura, valioso por las razones detalladas y otras más, también, llegado su momento, será una pelea perdida contra las arenas del tiempo. La autoconciencia de Di Tella, sin embargo, no llega tan lejos como para plantearlo. Eso sí hubiera sido radical.