El Líbero, 3 de agosto de 2016
Opinión

Días extraños

José Joaquín Brunner.

Son días extraños estos. Ya no discutimos la existencia de una crisis política en el país; estamos instalados en medio de ella, nadie lo niega.

Son días extraños estos. Ya no discutimos la existencia de una crisis política en el país; estamos instalados en medio de ella, nadie lo niega. A lo más disputamos sobre la naturaleza de la crisis y su profundidad. ¿Es institucional, de gobernabilidad, ministerial, de liderazgo presidencial, de gobernanza, de nuestras élites, de autoridad, de gestión, de la comunicación oficial, de las coaliciones gubernamental y opositora o de administración de las reformas?

Lo más probable es que la crisis que atravesamos combine varias o incluso todas las anteriores, aunque en diversas medidas y en distintas proporciones. Veamos.

Hay crisis de instituciones, sin duda, pero no de la institucionalidad en su conjunto. No es la República la que se halla amenazada. Es la gente la que está experimentando la crisis de ciertas instituciones ¿Qué instituciones? Variadas. Por ejemplo, el transporte público metropolitano y el SENAME, para no citar más que dos.

Hay enseguida variados déficits en instituciones claves: el Parlamento no opera bien; aprueba leyes importantes que luego enfrentan serios obstáculos de implementación. El gobierno parece irse deshilachando de a poco; aparece cada día más nimio y leve. De nuevo estamos girando en torno a un posible cambio de gabinete. Pero la verdad sea dicha: hay pocas esperanzas de que las cosas puedan modificarse sustancialmente o mejorar en virtud de una rotación del personal ministerial y las intendencias.

Hay también crisis de gobernabilidad en el sentido práctico de las cosas. Hasta el propio vocero del gobierno así lo ha manifestado. En efecto, estamos ante una ausencia de agenda y prioridades, de carta de navegación y de caja de herramientas combinado con una ya crónica falta de ideas, relato, visión y de capacidades de (buena) gestión. Esto, en el caso de nuestro tan acusado régimen presidencial, revela ya indubitadamente una debilidad crítica de liderazgo de la Presidenta Bachelet. La percepción de la opinión pública encuestada a este respecto no deja lugar para ambigüedades.

Lo mismo cabe señalar respecto de las coaliciones políticas -de gobierno y oposición-, las que debieran encauzar y orientar a los públicos, ordenar las expectativas y ofrecer perspectivas viables de mantención o de cambio del orden de la polis. Al momento se hallan dispersas, envueltas en una constante guerrilla sobre asuntos de posicionamiento personal y puestas a la defensiva por el ciclo de escándalos desatado por el entre cruzamiento de los negocios y el poder.

No puede eludirse que hay además una crisis de gobernanza; esto es, del cuadro de dirección superior de la sociedad donde se combinan el conjunto de agentes y factores que forman la red de decisiones estratégicas que dan legitimidad y sentido al movimiento de la sociedad. Esa red articula a la parte más decisiva del gobierno, tanto en lo político como en lo tecnocrático y lo comunicacional, con las élites claves, como son las élites política, económico-empresarial, intelectual-cultural, de sociedad civil y mediática. Ese «bloque de poder» -que toda democracia necesita para funcionar y gobernarse- se ha fragmentado, ha perdido legitimidad y enfrenta serias dificultades para cumplir eficazmente su rol de otorgar gobernanza al país. En el momento actual, la nación camina sin visión ni perspectivas de futuro, en un clima enrarecido y crispado, en una completa cacofonía de pesimismos, con élites incumbentes que ya no inspiran y sin nuevas élites contendientes que se abran paso y que llenen el vacío.

Extraño momento pues mientras enfrentamos esta situación -que si bien no es apocalíptica igual debiera abordarse con seriedad, en toda su diversidad y magnitud- en vez de eso, y quizá como reflejo de la misma situación que hemos descrito, la cúpula de dirección parece entregada a unos juegos que prolongan y a ratos ahondan la crisis.

Algunos ejemplos de esta frustrante tendencia.

El ex Presidente Lagos habló con mucha propiedad sobre la crisis –por lo demás, es de los pocos que lo hace sensatamente y con enfoque constructivo- y de inmediato le salió al paso un coro de voces menores de la Nueva Mayoría y la izquierda de cátedra acusándolo de exagerado, ambicioso, desleal, pesimista, oportunista, etc. Todo esto en un plano de extrema banalidad y con total incapacidad de acompañar las reacciones casi instintivas con una reflexión de fondo.

Por su lado, en medio de una aguda crisis de conducción de la reforma de la educación superior, la ministra de esa cartera entró en una guerra verbal en dos frentes. Por un lado con una universidad privada acreditada a la cual calificó de «rasca», para luego desdecirse, y, por el otro, con una universidad estatal aún inexistente a cuya rectora le exigió renunciar -por confusos motivos- sin efecto inmediato ninguno. Ni la rectora renunció (aún), ni la ministra justificó su actuación. En ambas batallas (juegos de guerra, más bien), la enflaquecida autoridad ministerial aparece dañada, sin que haya existido participación alguna de la oposición ni de los medios de comunicación.

Último ejemplo: frente a la desconfianza que ensombrece a la conducción política, el gobierno parece haber descubierto un atajo para cumplir más rápido (sin cumplir) con la promesa de reconocer derechos universales propios de un Estado de Bienestar avanzado (¡que por cierto no somos!). Así, la gratuidad universal de la educación superior quedará establecida en la ley sine die, como un derecho eventual que por muchos años no se podrá materializar. Pues bien, dado lo muy cómodo que resulta este expediente para mantener expectativas sin cumplirlas, el gobierno comienza a hablar ahora de la posibilidad de aprobar próximamente una ley conforme a la cual se obligaría a un futuro gobierno a llevar adelante una generosa reforma «estructural» del sistema de pensiones.

Días extraños, entonces, porque los propios actores de la crisis, los más comprometidos por ella, en vez de transmitir señales de realismo, de seriedad, de decisión de abordar con rigor los problemas y de deseo de construir acuerdos para ese fin, se manifiestan impertérritos, casi ajenos a la situación, y mantienen inalterada su voluntad de decir y hacer «más de lo mismo», inflando expectativas como globos que se alejan hacia el horizonte.

Extraños días, en breve, que no auguran nada mejor.

Mientras esto sucede, y ante la pregunta: «Pensando en todos los aspectos políticos, económicos y sociales, ¿Ud. cree que el país va por un buen camino o por un mal camino?», la población responde en un 78% -contra apenas un 15%- que va por «mal camino» (Encuesta CADEM, número 133, 1 de agosto de 2016).

¿Alguien estará escuchando este juicioso llamado de atención?