El Mercurio, 10 de junio de 2017
Opinión

Dos formas de puritanismo

Ernesto Ayala M..

En las universidades, los profesores enseñan como quien pisa entre huevos para no ganarse una censura. En las redes sociales se arman bandas para ahogar a quienes hablen en contra del uso permitido.

La discusión pública parece hoy horquillada entre dos formas de puritanismo.

Una es el puritanismo de lo políticamente correcto. Sobre esto se ha escrito ya mucho, pero en el centro de la discusión parece estar la tensión entre visibilizar un hecho discriminatorio y la exigencia de acabar con cualquier manifestación que asome como tal. De este modo, se abren sensibilidades hacia minorías menospreciadas, pero, con los mismos argumentos, muchas veces dispuestos en eslóganes insoslayables, se castra la discusión pública. Así, en las universidades, los profesores enseñan como quien pisa entre huevos para no ganarse una censura. En las redes sociales se arman bandas para ahogar a quienes hablen en contra del uso permitido. Y conceptos como neoliberalismo, transición y heteronormativo están convertidos en insultos, tal como «derecho social» está convertido en un talismán.

Como no es capaz de convertir al hombre en un santo, este puritanismo pone más énfasis en los discursos que en los actos, como si mediante el lenguaje pudieran rectificarse deseos y miserias. Sustentada por una élite educada, cercana a la academia o a los medios, ella también utiliza la corrección política como un mecanismo para ganar capital simbólico, regular el acceso al prestigio y reducir a quienes no califiquen. En última instancia, se está convirtiendo en un instrumento para adquirir poder sobre la base de una supuesta altura moral. Como concluyó hace poco David Brooks en el New York Times: «Tenemos una élite educada en la universidad que ha encontrado maneras ingeniosas de hacer que todo el resto del mundo se sienta invisible, que se las ha arreglado para trasladar riqueza hacia sí misma y que aplasta con el martillo de lo políticamente correcto a cualquiera que no comparta las miradas de sus salones facultativos».

La segunda forma de puritanismo, que suele mezclarse con la primera, compete a las manifestaciones privadas y frecuentes contra los políticos, en primera instancia, y las grandes empresas, en segunda. Ella se sustenta en la sensación de que unos y otros se aprovechan de su situación de poder y se arreglan los bigotes entre sí. Como las herramientas institucionales no parecen ser suficientemente coercitivas para evitar la corrupción, la colusión o los abusos, a los ciudadanos de a pie no nos queda más que demandar una clase empresarial y, sobre todo, política, impoluta, irreprochable de pensamientos y de acción.

Este mecanismo no es raro. Como el psicólogo social Jonathan Haidt ha documentado, una de las funciones típicas de la religión ha sido el cohesionar a una comunidad bajo estándares estrictos de comportamiento, con el fin de eliminar a los llamados free riders , esto es, a los frescos que creen que, sin poner de su parte, pueden aprovechar los logros obtenidos por el grupo. La noción de justicia proporcional, explica Haidt, es muy fuerte en el hombre, se manifiesta desde la primera infancia y su origen sería evolutivo.

Si bien este puritanismo tiene algo de adolescente, ya que no reconoce que los ciudadanos hacemos trampas en formas análogas a las de los políticos, su demanda por una élite más íntegra no tiene asomo alguno de ceder en el futuro.

El primer puritanismo, aunque entrega algunos argumentos valiosos en el territorio de la igualdad de trato, posee un cierto cariz matonesco que revela, a las finales, no poco desprecio por la libertad, especialmente la de expresión. El segundo presiona hacia la creación de regulaciones y castigos más estrictos y, bien conducido, puede contribuir a mejorar las prácticas de la esfera pública. Si se sigue irreflexivamente, en cambio, puede conducir a una legislación sobregirada, de tristes consecuencias en el largo plazo.