Más que discutir si es apropiado que existan universidades con fines de lucro, parece razonable sumarse a la experiencia de otras latitudes y reconocer que ellas pueden ser un aporte real, aunque obviamente acotado.
Hace dos años un informe de la Unesco advertía sobre el crecimiento de las instituciones de educación superior con fines de lucro en las más diversas latitudes. Estados Unidos y varios países asiáticos llevaban la delantera, pero en América Latina no lo hacían nada de mal México, Brasil y Chile. En Australia y Nueva Zelandia se repetía el fenómeno. Incluso en Europa, la educación superior con fines de lucro comenzaba a dar sus primeros pasos. El informe alertaba sobre el impacto que este avance podría tener sobre la calidad de la educación superior. Había buenas razones para ello, toda vez que no existen universidades con fines de lucro de primera línea.
Claro que, en general, hay pocas universidades excepcionales. El mundo de la educación superior aspira a ser selectivo tanto en alumnos como en académicos y son pocas las instituciones que logran ambos propósitos. Así, la heterogeneidad en la oferta de educación superior, incluso en países que descansan sólo en universidades estatales, es significativa. Ahora bien, la pregunta interesante es por qué, a pesar de que se reconoce que las universidades sin fines de lucro nunca van a ser de calidad excepcional, tantos países distintos, las acogen. La respuesta es simple: es una oportunidad efectiva de satisfacer la demanda por educación superior de un grupo cada vez más grande de jóvenes.
Este crecimiento en la cobertura en instituciones que no son de excelencia provoca temores y es habitual escuchar que «se están produciendo cesantes ilustrados en universidades de última categoría». Sin embargo, la evidencia para Chile no sugiere aquello. La tasa de desempleo de las personas que han completado la educación superior (Casen 2009 no distingue entre egresados de universidades, IP y CFT) es apenas poco más de la mitad de la observada, por ejemplo, para las graduadas de media, y su ingreso promedio por hora es casi tres veces el promedio de estas últimas.
Esta observación no significa que el sistema de educación superior no requiera de reformas. La agenda, más allá de énfasis y diferencias de opinión respecto de cómo se satisface, está relativamente clara: mejores sistemas de financiamiento de los estudiantes de menos ingresos, más equidad en el acceso a las universidades y carreras más selectivas, formación inicial más breve y articulada, más recursos a la investigación tanto básica como aplicada, mayor apoyo a universidades de excelencia definidas de acuerdo a parámetros objetivos, y un sistema de acreditación más exigente, guiado mucho más por resultados que por procesos.
Frente a estos desafíos, más que gastar demasiado tiempo en discutir si es apropiado que existan universidades con fines de lucro en nuestro país, parece razonable sumarse a la experiencia de otras latitudes y reconocer que ellas pueden ser un aporte real, aunque obviamente acotado. En consecuencia el financiamiento público también debería serlo: a estudiantes de acuerdo a necesidades socioeconómicas y a investigación en la medida que haya evaluación de pares. En aras de la transparencia, esta realidad debería reconocerse en la legislación vigente, que actualmente sólo permite universidades sin fines de lucro. Sabemos que en la práctica esa legislación se ha superado. Claro que un buen abogado (y quizás no se necesite uno tan bueno) podría defender exitosamente que se cumple formalmente con la ley y, por tanto, no hay irregularidad, pudiendo continuarse tal como estamos. Con todo, la aclaración de la naturaleza efectiva de cada institución sería muy bienvenida.