Se ha instalado la idea de que la municipalización de la educación debe terminarse porque, entre otras cosas, las comunas pequeñas no tienen la capacidad de lograr una educación de calidad. Incluso se propone que se deben buscar organizaciones con un tamaño medio de estudiantes similares a las que existen en comunas grandes. Hay razones atendibles para repensar la dependencia de los establecimientos públicos, pero ésta definitivamente no es una de ellas. En efecto, los municipios con una matrícula de menos de dos mil estudiantes obtienen en las pruebas Simce, en promedio, siete puntos más que los municipios de más de 20 mil estudiantes. No son diferencias muy importantes, pero son estadísticamente significativas. Esto ocurre a pesar de que los municipios pequeños, muchos de ellos rurales, tienen en promedio más alumnos vulnerables que los municipios grandes.
Estos resultados no son tan sorprendentes. Hay bastante evidencia internacional de que los distritos escolares con los mejores desempeños académicos son relativamente pequeños. Por cierto, hay algunas economías de escala en la gestión educativa, que se agotarían rápidamente en torno a los tres mil estudiantes, que no hacen recomendable que aquellos sean demasiado chicos. Pero desde el punto de vista de los aprendizajes, los distritos demasiado grandes son perjudiciales para los estudiantes. Esas «deseconomías» curiosamente no están presentes en nuestro debate, y si se quiere mejorar la educación pública, no parece conveniente promover organizaciones con un número de estudiantes tan elevado como el de las comunas grandes.
Se hace necesario, entonces, un diagnóstico más preciso de los problemas de la educación estatal. Tampoco es razonable pensar que el problema es la estructura en la que se sostienen nuestros establecimientos públicos. En países con buenos resultados educativos como Finlandia, con una educación casi exclusivamente pública, u Holanda, con fuerte provisión privada, los establecimientos del Estado son sostenidos por los municipios. Claro que también hay otros países con buenos resultados e institucionalidades alternativas para su educación pública. En Canadá, los sostenedores son consejos distritales cuyos miembros son elegidos por la comunidad, y en Nueva Zelandia, cada establecimiento tiene su propio consejo, elegido mayoritariamente por los propios padres. Son todos ejemplos de gestión descentralizada con buenos resultados. Esto hace suponer que quizás no es tan dañino para el desempeño de los establecimientos educativos que sus sostenedores sean actores locales, incluso si son municipios.
Mucho más importante parece ser que en los establecimientos existan las capacidades suficientes para gestionar el proceso educativo. Además, es indispensable que exista un monitoreo de los desempeños de los establecimientos y que ello se traduzca en una cultura orientada a la calidad, lo que indudablemente requiere de incentivos y sanciones que hasta ahora han estado ausentes. Y, por cierto, también es indispensable un grado de autonomía que los establecimientos públicos no tienen en la actualidad. Sin ella, sus directivos difícilmente pueden ser considerados responsables de su gestión. En ese sentido, no deja de sorprender que cuando se habla de una nueva estructura institucional para amparar a los establecimientos del Estado, el acento esté en dotar a las nuevas organizaciones, cualesquiera que sean ellas, de las capacidades técnico-pedagógicas para gestionar la educación pública. Como si fueran los profesionales de esta organización los responsables de desarrollar el proceso educativo en los establecimientos estatales, y no sus equipos directivos y docentes. Si se estima que no son los adecuados o que no están suficientemente preparados, lo que corresponde es renovarlos o formarlos apropiadamente. Pero el enfoque que apunta a fortalecer organizaciones intermedias para gestionar los establecimientos públicos es incorrecto, y no parece estar en línea con la experiencia internacional.
Hay detrás de esta visión una mirada, quizás involuntaria, que cree que los cambios a la educación provendrán finalmente desde arriba, es decir, desde el estado central, y no desde los propios establecimientos. El problema de esta visión es que no es evidente cómo las escuelas y liceos se apropian de prácticas positivas si las transformaciones no vienen de ellos mismos. Los fracasos, ampliamente documentados no sólo en Chile, sino en el mundo, de intervenciones desde arriba o de desatenciones hacia los equipos directivos y docentes de los establecimientos que se quiere que mejoren, deberían servir de advertencia para el diseño de una política de fortalecimiento de la educación pública. El debate actual, tan centrado en el tamaño de los sostenedores de la educación pública y en su naturaleza, aparte de que no se sostiene empíricamente, tampoco pone atención a los problemas de fondo de esta educación.