La minuta del gobierno sobre reforma de la educación superior anticipa un debate arduo y probablemente confuso
La minuta del gobierno sobre reforma de la educación superior, que contiene las bases del proyecto enviado al Congreso Nacional, anticipa un debate arduo y probablemente confuso, como desde ya aparece ante la opinión pública. Las razones están a la vista.
En primer lugar, el proyecto ha sido mal preparado. Transcurridos dos años desde el comienzo de la administración Bachelet, y seis meses desde que se dio a conocer un esbozo inicial de esta propuesta, la minuta revela escasa profundidad en el diseño de la misma. Y, además, una débil articulación político-técnica y cultural de la iniciativa, como pone al descubierto el hecho que ninguna institución afectada –alrededor de 160– haya manifestado siquiera un grado mínimo de entusiasmo con ella.
A esto se suma que por variadas razones, a veces contradictorias entre sí, los rectores universitarios, los representantes del sector técnico-profesional, los dirigentes del gremio estudiantil movilizado, la plana mayor de los partidos oficialistas y de oposición, los medios de comunicación del establishment y alternativos, así como un número significativo de investigadores y expertos, se han pronunciado negativamente frente a la minuta.
Es dudoso, incluso, que al interior del gobierno exista acuerdo con una propuesta tan débilmente estructurada. No resulta fácil imaginar que el ministro de Hacienda haya dado su respaldo técnico al capítulo sobre financiamiento público de la educación superior, el cual es francamente deficiente, tanto en el plano conceptual como en su instrumentación.
En suma, el tiempo pasado desde la redacción del Programa de Bachelet no ha servido para nada en este ámbito; no hubo una maduración del pensamiento, no sirvió para aprender de la experiencia propia e internacional, no se utilizó para desarrollar o encargar estudios independientes, ni tampoco se aprovechó para consultas y para lograr algunos acuerdos de base.
II
En segundo lugar, el proyecto carece de un diagnóstico adecuado. A diferencia de la minuta, los borradores previos circulados por el gobierno incluían elementos de diagnóstico, mas no propiamente un examen fundado en datos, evidencias, comparaciones e interpretaciones racionalmente elaboradas. Este vacío debilita cualquier planteamiento de cambio, pues impide saber cuál es el estado de cosas que se desea modificar, por qué debe ser alterado y cómo.
Al contrario, sabemos que a partir de 1990 el sistema chileno ha hecho indudables progresos en varios frentes, incluidos la equidad en el acceso, la tasa de graduación, la calidad de las instituciones, los modos de gestión de las organizaciones y la construcción de un esquema de costos compartidos entre el Estado, las familias y los estudiantes, el que ha sido altamente exitoso en la generación de recursos para la educación superior.
Por otro lado, es evidente que el sistema necesita abordar problemas y desafíos que resultan de su propia expansión y desarrollo, pero que la reforma planteada por el gobierno ni siquiera considera. Por ejemplo: temas relativos a la empleabilidad e inserción laboral de los graduados; formación de competencias claves para el siglo XXI; arquitectura curricular y de grados y títulos; el desafío de la formación general; métodos pedagógicos obsoletos y necesidad de renovar la docencia; empleo de medios digitales y de las redes para la enseñanza y el aprendizaje; creación de una agencia pública independiente que administre créditos y becas; presencia de un órgano integrado de conducción de la educación terciaria y las actividades de investigación y desarrollo académico, etc.
En breve, el proyecto gubernamental carece de un diagnóstico sólidamente asentado en la realidad que sirva para justificar los cambios propuestos. A su turno, los problemas efectivamente existentes y que deberían enfrentarse ni siquiera son captados por el radar de la reforma impulsada por la administración Bachelet.
III
En tercer lugar, el proyecto carece además de una filosofía, un concepto, un planteamiento de ideas fuerza que lo doten de coherencia estratégica. Hay una consigna, mas no un eje ordenador. La ministra de Educación ha reiterado esa consigna en estos días; dice: «desmontar un sistema de educación de mercado es difícil en uno o dos años». Tal sería pues el objetivo de esta propuesta: desmercantilizar la educación superior, reconocerle su estatuto de derecho social, restituirle el carácter de bien público a algo que se habría convertido en un bien de consumo.
Nada de esto hace sentido, en realidad. Ni puede tomarse en serio. La educación superior hace rato que dejó de ser un privilegio, incluso un derecho, para llegar a ser percibida como una suerte de obligación social, según muestra la alta tasa de participación en la enseñanza superior existente en nuestro país, incluso superior a la del promedio de los países de la OCDE. El hecho que se cobren aranceles por los estudios no invalida su carácter de un derecho, reconocido desde hace casi 70 años en la Carta Universal de DD.HH. Australia, Canadá, EE.UU. y Gran Bretaña cobran por los estudios superiores y nadie, me parece, osaría decir que allí no se reconoce o respeta el derecho a la educación.
En seguida, la educación superior es un bien mezclado que la literatura reconoce como un bien público y un bien privado al mismo tiempo, que produce simultáneamente beneficios individuales y sociales, de carácter monetario y no monetario. Además es un bien misional, un bien posicional o de status y un bien de experiencia.
Analíticamente considerada, la educación superior contemporánea se halla propulsada por cuatro vectores de fuerza que se combinan de diferentes maneras y en proporciones variables: el Estado, los mercados, las propias corporaciones y la sociedad civil. De manera que el desafío para la política pública, para las reglas del juego y para las normas y regulaciones que deben regir a la educación superior de un país es cómo esas fuerzas se coordinan, conducen y organizan para crear un entorno favorable dentro del cual puedan desenvolverse las instituciones de educación terciaria.
Dicho en breve: la consigna de la ministra –mediante la cual intenta dar un sostén ideológico-intelectual a la reforma– es demasiado simple y elemental como para hacer justicia a la complejidad de las fuerzas sistémicas que mueven a la educación superior.
IV
En cuarto lugar, la visión del gobierno respecto al rol del Estado y el régimen de provisión son esquivados. En vez de afirmar la responsabilidad del Estado sobre el conjunto del sistema –todas las instituciones, todos los académicos, todos los estudiantes– limita su acción preferentemente a «sus» universidades, las estatales. Asimismo, en vez de fortalecer y mejorar el régimen mixto de provisión implantado en Chile a lo largo de los siglos XIX y XX, lo debilita al favorecer a solo uno de sus componentes en desmedro de los demás, siendo que el componente privado –en toda su gama y variedad– representa un 85% de la matrícula total y alrededor de un 80% del total de graduados, un 57% de las 30 universidades chilenas consideradas dentro de las 300 mejores de América Latina registradas en el ranking británico QS-2016, y más de la mitad también de la producción académica científico-tecnológica generada en el país.
Hay pues en el planteamiento del gobierno una falla estructural de visión respecto de la organización, funcionamiento, desempeño y resultados de la educación superior chilena; no entiende y, más bien, desconfía del componente privado o quisiera desconocerlo. Procede con una ceguera selectiva frente al carácter mixto de nuestro sistema. Apoya a las instituciones estatales, de manera discriminatoria incluso, al mismo tiempo que busca disminuir la incidencia de las privadas, tradicionales y nuevas.
En el plano ideológico, se trata de justificar tal discriminación apelando a un concepto decimonónico –puramente formal y administrativo-propietario– de lo público como equivalente a lo estatal. Se pretende que el Estado tenga un monopolio de lo público.
Al contrario, una concepción contemporánea de lo público trasciende lo estatal y se ancla en una esfera intermedia entre el Estado y el mercado, más próxima a la sociedad civil, denominada «esfera pública», pieza esencial dentro de una concepción deliberativa de la democracia. A esta esfera pública pertenecen las universidades con independencia de su propiedad y forma de gestión, en la misma medida que buscan contribuir con información, datos, evidencia, conocimiento y reflexividad crítica a la deliberación racional dentro del Estado y la sociedad civil. Es por su vocación crítica y por la generación de bienes colectivos (como capacidades humanas, movilidad social, conocimiento e innovación) que las universidades son públicas, sean ellas de propiedad estatal, privada o comunitaria.
Nada de esto parece estar en el horizonte cognitivo ni en el imaginario ideológico del gobierno, cuya visión no llega más allá de los límites del Estado y de una estrecha concepción jurídico-propietaria de las universidades.
V
En quinto lugar, el proyecto del gobierno revela un diseño estatalista, centralista y de minucioso control burocrático. De hecho, sitúa bajo directa dependencia del Ministerio de Educación –con su nuevo aparato institucional integrado por una Subsecretaría de Educación Superior, una Superintendencia, un Consejo de Calidad, un Marco Nacional de Cualificaciones, un panel para la fijación de precios de los aranceles, un consejo de educación técnico-profesional, los administradores provisionales y de cierre y por los fondos especiales e instrumentos de financiación– prácticamente todos los aspectos de las instituciones, especialmente aquellas de carácter privado.
En efecto, quedarían bajo directo control, tuición o supervisión –o mediante mecanismos indirectos– los procesos de postulación, admisión y selección de estudiantes; la determinación del número de vacantes; la fijación de estándares y criterios curriculares; la ordenación de títulos y grados y su articulación con un marco nacional de cualificaciones; la gestión interna de las organizaciones y su uso de recursos para fines educativos; la evaluación del desempeño de las instituciones de educación superior a través de una acreditación con altas consecuencias; la eventual intervención de aquellas y su cierre por razones de administración o de no-acreditación; la fijación del precio de los aranceles y, gradualmente (a medida que avance la universalización de la gratuidad) el financiamiento completo de cada institución que pasaría a depender íntegramente de fondos e instrumentos administrados por el Ministerio.
Conforme a este diseño, se impondría pues una pesada malla disciplinaria que envolvería prácticamente todos los aspectos de las organizaciones, en flagrante contradicción con la autonomía que históricamente ha constituido el principio organizador de la institución universitaria desde su fundación.
VI
En sexto lugar, finalmente, el proyecto bosqueja un modelo de financiamiento de la educación superior que refleja todos los errores y distorsiones hasta aquí reseñadas. Efectivamente, este modelo se construye en torno a una fantasmagórica gratuidad universal como fin último, cuya materialización progresiva queda sujeta al incremento de los ingresos estructurales que obtendría el Estado por vía de aumentos de la carga tributaria durante las próximas administraciones gubernamentales.
Desde ya parece evidente que esta idea carece de cualquier racionalidad de buen gobierno presupuestario. Además, compromete un gasto ascendente en educación superior (meramente para sustituir gasto privado), cuando es sabido por todos que el principal esfuerzo de financiamiento que Chile necesita hacer durante las próximas décadas es en la educación inicial y obligatoria, tramos etarios durante los cuales es posible compensar las desigualdades de la cuna y poner las bases para reducir las brechas socioeconómicas y culturales de la sociedad.
La gratuidad parcial, comenzada el año pasado (2015), aumentaría solo limitadamente el próximo, pero sobre la base de un arancel regulado que (como se vio este año 2016) traslada parte del costo a las instituciones, desequilibrando sus finanzas internas. Este desequilibrio se evitaría en el caso de las universidades estatales mediante un «trato preferente», mas no ocurre así en el caso de las universidades privadas (tradicionales y nuevas), a las cuales se invita a optar por incorporarse o quedar fuera del esquema de gratuidad.
Cabe preguntarse incluso si acaso la intención del gobierno no es, precisamente, que las instituciones privadas opten por permanecer fuera de este desbalanceado esquema de gratuidad, el cual quedaría reservado entonces exclusivamente para las universidades estatales, como ocurre en los demás países latinoamericanos.
Ahora bien, de permanecer fuera del esquema de gratuidad, las instituciones privadas contarían durante un tiempo de transición con el crédito con aval del Estado para sus alumnos. Sin embargo, más adelante tendrían ellos que costear sus estudios de su propio bolsillo o el de sus familias. Más de algún aguafiestas podría sostener que esta medida tornaría inviable económicamente –a poco andar– a un número de instituciones privadas, cuyos alumnos tendrían que trasladarse a las instituciones estatales. Por lo demás, lo mismo –cierre de universidades privadas o su degradación académica– podría ocurrir de aplicarse el esquema de acreditación diseñado por el gobierno, el cual en la práctica obligaría a ciertas universidades privadas (sin investigación) a transformarse en institutos profesionales o bien correr el riego de una intervención administrativa y posterior cierre.
Por último, el modelo de financiamiento diseñado por el gobierno incluye la fijación de precios de los aranceles, otra vía para desestabilizar potencialmente las finanzas de las instituciones. Por sí solo, la creación de un régimen de precios para 160 instituciones y alrededor de 11 mil programas aparece como una tarea que fácilmente podría terminar en un Transantiago; la pesadilla de una hubris tecnocrática. (La hermosa definición de hubris provista por la Enciclopedia Británica dice: «overweening presumption that leads a person to disregard the divinely fixed limits on human action in an ordered cosmos»).
VII
En suma, la propuesta de reforma de la educación superior del gobierno se basa en un proyecto mal preparado y, hasta ahora, mal gestionado; que carece de un diagnóstico adecuado; al cual le falta asimismo una filosofía, un concepto, un planteamiento de ideas fuerza que le den coherencia estratégica; que contiene una visión equivocada respecto al rol del Estado y del régimen mixto de provisión; revela un diseño estatalista, centralista y de minucioso control burocrático, y que finalmente esboza un modelo de financiamiento que refleja todos los errores y distorsiones anteriores, tornando inviable, en su actual forma, un desarrollo equilibrado del sistema nacional de educación superior.
Sin duda, hay varios otros aspectos adicionales que deberemos analizar más adelante, tales como las facultades específicas de la Superintendencia, los arreglos previstos para la acreditación de instituciones y programas, la organización del gobierno de las universidades estatales y, en general, el articulado propiamente tal del proyecto en todas sus partes, las orientaciones que formule el mensaje del proyecto y las modalidades previstas para la implementación de las normas. En breve, hay aún mucho material que cubrir.
Por ahora tratamos de dar una visión de los aspectos más medulares del proyecto, las ideas que el gobierno impulsa y del diseño de sus piezas fundamentales. Nos interesa mostrar la «big picture»; dar una visión de conjunto antes de entrar al debate de las cuestiones orgánicas, los arreglos institucionales, los mecanismos e instrumentos, las modulaciones de la implementación y los plazos.
En efecto, lo importante está en la visión de fondo, en los principios articuladores, en la ideología sobre la que se sustenta la propuesta y en el diseño básico de los arreglos de poder y funcionamiento que dibuja. Ya sé: el cuadro que se obtiene no es alentador. Pero quizá sirva para prevenir a que mañana se diga: «Lord, what fools these mortals be!
(Shakespeare, A Midsummer Night’s Dream).