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El agua del fin del mundo

Joaquín Fermandois.

El agua del fin del mundo

Así como hace tres décadas comenzó a educarse a los niños en el cuidado del medio ambiente, debería ahora crearse una cultura del agua.

Quienquiera que contemple la cordillera y los ríos desde un avión, abarcando el Norte Chico y la zona centro sur, quedará desolado por el color propio de un desierto (los miré en febrero del 2020). En un tiempo en donde el combate por el agua dulce —y salada— asoma como tema redivivo de competencia internacional aconsejaría esa inspección como forma de tomar conciencia.

En el Norte Chico y en el centro sur del país, donde habitan los dos tercios de la población, desde hace más de una década ha llovido bastante menos que el promedio anterior; en algunas zonas la tendencia es de siglo y medio. En Santiago, desde 1866 hasta el 2019 ha bajado desde 400 milímetros hasta menos de 300 como promedio; en Curicó, de 800 a menos de 600. Si alguien dice, “total, tenemos la cordillera”, olvida que todo está vinculado. La disminución de la nieve ofrece un cuadro patético. En la Región Metropolitana alcanzó el 2019 a un 10% de los niveles históricos; el 2020 a un 20%. En Chillán, a un 5% y a un 17% respectivamente. ¿Cambio climático o un fenómeno que afecta en el largo plazo a Chile? En estas páginas no hemos sido pocos los que desde hace años hemos manifestado esta preocupación. En términos de estrategia nacional, poco y nada se ha hecho, es de presumir, porque ningún gobierno sería reconocido por desarrollar una, y por los gastos en que se incurriría, existiendo tantas demandas por esto y aquello. El agua es una necesidad vital pero muda. Miremos a la cordillera sin nieve; ella sí nos habla, adolorida.

En el público discutidor, salvo agricultores, no ha habido mucho interés en confrontar la dramática disminución de los recursos hídricos, provocados no solo por la escasez de lluvias, sino por el aumento de la población y el crecimiento de la economía. Mi preocupación, personalmente, se originó en 1968, vivamente impresionado por la sequía de ese año —“terremoto silencioso”, se lamentaba Eduardo Frei, porque nadie reconocía sus inversiones para paliarla—, y percibo que nos encaminamos a una situación infausta. Cuando en el debate público se habla de este tema, se espetan los derechos de agua de manera efectista, en sí mismo un tema muy colateral a las urgencias del país, verdadera metáfora de la obsesión constitucional. Se podría mejorar el manejo del agua existente; el problema es que no llueve y quizás ya no lloverá como antes.

Para quien se interese en conocer acerca de la gravedad de la situación, y a cursos alternativos que muestren sentido de la realidad, que lea una corta y contundente presentación en Puntos de Referencia, 559, de enero pasado, del Centro de Estudios Públicos, de Juan José Crocco, comentada por Edmundo Claro y Camila Boettiger. Para resumir sus meditadas conclusiones, apoyadas en una evaluación rigurosa y serena, proponen acostumbrar al país a consumir lo que buenamente puede dar, ya que la acción de los humanos también ha incidido en su exigüidad. Significa cuidar cada gota y no sacrificar los equilibrios hídricos en el afán de aprovechar el agua; quizás el aumento de embalses ya no es la solución, aunque sí lo puede ser hallar una vía para conducir hacia ellos más agua sin desecar las napas subterráneas ni los mismos ríos.

Añadiría que, así como hace unas tres décadas comenzó a educarse a los niños en el cuidado del medio ambiente, debería ahora crearse una cultura del agua como otro yo del país. Quizás en esto imitar a Israel, cuya sociedad gira en torno a la conservación de este líquido; incluso lo importa. No es tema constitucional, lo es de una conducta cotidiana de todos nosotros y de sus instituciones. Sin agua, seguro que habrá fin de mundo en este fin del sur del mundo.