El Mercurio
Opinión

El espíritu de los tiempos

Leonidas Montes L..

El espíritu de los tiempos

Si la visión del mundo socialista tenía un sueño, el nuevo entusiasmo revolucionario parece tener en el pasado su pesadilla. Son los hijos terribles de nuestra modernidad.

Pareciera que esta dura y acalorada primavera social, política y económica se viene gestando desde la “revolución pingüina”. A todas las causas que se han esgrimido hasta el cansancio, se suma una nueva forma de ver el mundo. Es el Zeitgeist que partió con la generación pingüina, nuestra versión criolla de los millennials. Veamos su lenta y gradual evolución.

Las manifestaciones estudiantiles del año 2006 se gatillaron con el anuncio del aumento del precio de la PSU y la restricción para el uso diario del pase escolar. Las marchas fueron masivas. Las demandas aumentaron con las movilizaciones. Y los estudiantes, luciendo su uniforme escolar, botaron ministros y lograron cambios importantes durante el primer gobierno de Bachelet.

Cinco años más tarde vivimos las movilizaciones estudiantiles de 2011. Ya en la universidad, reaccionaron contra la mercantilización de la educación superior luchando por una educación gratuita. A la lista de demandas se sumó la famosa consigna del “fin al lucro”. Ignoramos su significado más básico. Su sentido fue tergiversado. Y la palabra adquirió un tono peyorativo, casi inmoral. El lucro pasó a engrosar las filas contra ese enemigo tan poderoso como esquivo de definir: el demonizado neoliberalismo. Wittgenstein, en su Tractatus, nos recuerda que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Es el nuevo mundo que hace más de diez años comenzaron a construir los estudiantes.

En las multitudinarias protestas estudiantiles de 2011 surgieron jóvenes líderes que pasaron a formar parte de las filas del Partido Comunista y del Frente Amplio. Hoy son las figuras que, a la luz de las recientes manifestaciones, se vendieron al sistema.

Las dos movilizaciones juveniles también estuvieron marcadas por el anarquismo, el apoyo de diversos movimientos sociales, el uso de redes sociales y una nueva forma de deliberar y decidir. Me refiero a ese ideal de la democracia directa, esa supuesta horizontalidad que se expresa participando en asambleas. Un asambleísmo que se ha ido expandiendo y popularizando en escuelas y universidades. Atrás quedaba la democracia representativa, la de una persona, un voto. Y se imponía como principio una seudodemocracia asambleísta, guiada por un puñado de elegidos que creen saber lo que es mejor para la sociedad.

A diferencia de las marchas de 2006 y 2011, en 2019 no hay voceros ni liderazgos. Han sido miles de demandas individuales dispersas en multitudes. Pero más extremas en términos de violencia y uso del lenguaje. Eso sí, hemos visto mucho entusiasmo. Quizá demasiados dioses y demonios encarnados en miles de jóvenes inflamados por el nuevo espíritu revolucionario.

El fervor del entusiasmo, que tiene su origen etimológico en en-theos (un dios adentro), lo vivimos en plenitud. En el apogeo de las protestas muchos entusiasmados asumieron las demandas y la representación de la calle. Jóvenes poseídos, en asambleas o ya instalados dentro del sistema, se convirtieron en devotos representantes de las causas de la crisis social. Genuinos garantes de una verdad revelada.

El entusiasmo que acompaña a ese ingenuo delirio revolucionario se alimenta con la consigna “no son 30 pesos, sino 30 años”. Ya no se ataca el lucro, sino el pasado. Ya no importa la educación, sino la opresión del sistema. Ya no hay ideales, sino espejismos virtuales. Ya no es el romántico y aguerrido “¡Venceremos!”, sino un simple y cándido ya veremos cómo lo hacemos. Si la visión del mundo socialista tenía un sueño, el nuevo entusiasmo revolucionario parece tener en el pasado su pesadilla. Son los hijos terribles de nuestra modernidad.

Esta es, tal vez, la inquietante realidad del nuevo Zeitgeist que revela nuestra juventud. Un entusiasmo que a ratos nos deja perplejos, llenos de preguntas. Pero también de grandes desafíos.