La crisis del covid-19 ha tenido un impacto negativo en los ingresos de las instituciones, lo que ha agravado la inestabilidad de las finanzas. En suma, las políticas de financiamiento empujan la nave contracorriente, con riesgo de dañar al sector.
Los problemas de financiamiento de la educación superior y las ciencias y humanidades están a la vista. Hay preocupación en las universidades, la academia, entre los investigadores y estudiantes. El malestar se manifiesta en la prensa, entrevistas de radio y televisión, variadas conversaciones públicas y webinars, la blogósfera y las fatídicas redes sociales.
Así lo han expresado rectores universitarios, decanos de facultades de ciencias, premios nacionales, académicos de diferentes áreas del conocimiento y jóvenes investigadores y becarios. El sistema en su conjunto se muestra contrariado.
A su vez, las autoridades parecen inermes. Separadas en dos ministerios —cuando debieran tener una sola voz y conducción— y desprovistas de un planteamiento de fondo, remiten los problemas, fundamentalmente, a una sola causa: la negativa coyuntura creada por el covid-19, que obligaría a una fuerte austeridad del gasto fiscal para el próximo año. Esto se reflejaría en el proyecto de la ley de presupuestos del sector público para el año 2021.
Ocurre, sin embargo, que dicho proyecto considera un incremento de 9,5% real del gasto del Gobierno central con respecto a la Ley de Presupuestos 2020 ajustada. En esta línea, como señala el mensaje del Poder Ejecutivo, “se pudo disponer de recursos por un monto equivalente a un 10% de los valores consignados en la Ley de Presupuestos 2020 para gasto en prioridades del país”.
Luego, lo primero que las autoridades necesitan explicar es por qué se ha excluido al sector educación superior, ciencia e investigación de las prioridades del país, justo cuando el crítico momento actual subraya la importancia vital de su contribución.
No solo ha quedado fuera del gasto prioritario, sino que, además, experimenta caídas en varios ítems importantes para la sustentabilidad y desarrollo del sector.
Si bien todo esto resulta incomprensible, no es lo más grave. Lo peor es que esta equivocada política desconoce que el financiamiento del sector se encuentra desestabilizado desde antes de irrumpir el covid-19. En efecto, comenzó a verse perturbado con la aprobación de la primera glosa de gratuidad del año 2016, situación que luego se tornó más incierta aún con la aprobación de la Ley de Educación Superior Nº 21.081 de 2018.
De hecho, desde ese momento —por el improvisado y malogrado diseño de la ley y, después, por las múltiples dificultades para su implementación— las diferentes instituciones han visto afectados sus ingresos y empañadas sus perspectivas de desarrollo. Agréguese a esto: (i) el incumplimiento por parte de los dos últimos gobiernos de la promesa de incrementar el gasto público en I+D como porcentaje del PIB; (ii) la no anticipación del efecto que para los estudiantes y las instituciones tiene la regla que limita la gratuidad únicamente a los años nominales de duración de las carreras; (iii) las negativas consecuencias que acarrean las limitaciones introducidas a la administración de los aranceles para estudiantes sin gratuidad.
La crisis del covid-19, con su negativo impacto sobre los ingresos de las instituciones, viene pues a sobrecargar el cuadro anterior, agravando la inestabilidad de las finanzas.
Con todo, el mayor impacto perturbador del financiamiento del sector —proveniente también de la Ley 21.081 y no de la pandemia— corresponde, potencialmente al menos, a la fijación del precio de los aranceles que a partir de ahora son determinados por un comité de expertos en coordinación con el Mineduc.
Durante las últimas semanas se ha comunicado a las universidades el valor de los aranceles para las primeras carreras que ingresan a este nuevo régimen. La disconformidad manifestada por las universidades ha sido generalizada, al punto de demandar que se suspenda su aplicación.
Efectivamente, los aranceles comunicados no solo presagian un fuerte apretón de los ingresos futuros de las universidades, sino que, además, han sido determinados sin una explicación fundada de la forma cómo se calculó el costo de las respectivas carreras, si se consideró el conjunto de los gastos directos e indirectos asociados y qué margen de inversión y sustentabilidad se estimó, elemento clave para proyectar el crecimiento, fortalecimiento y mejoramiento de las instituciones.
Tampoco se conoce si la instancia que administra el precio de los aranceles previó en sus cálculos el efecto que sobre los costos producirá la aplicación del nuevo esquema de acreditación previsto por la ley. Este supone mayores inversiones, sobre todo para solventar las funciones de investigación e innovación exigidas para una mejor acreditación, justo cuando los recursos para este propósito se hallan frenados. Incluso el Ministerio de las Ciencias ha optado por suspender las becas de doctorado en el extranjero, en este momento crítico para la internacionalización de nuestra investigación.
En suma, estamos remando desordenadamente y empujando la nave contracorriente, con serio riesgo de dañar al sector. Su dinamismo se ha ido consumiendo producto de un quinquenio de políticas de financiamiento mal concebidas, flojamente diseñadas e implementadas sin imaginación ni pericia técnica.
La coyuntura de peste y parálisis económica por la que atravesamos no es la causante de los problemas; más bien, vino a agravarlos y los ha vuelto más difíciles de manejar. Las autoridades oficiales no han podido contrarrestarlos. Al contrario, la ley de presupuestos para 2021 termina por restar cualquier grado de prioridad a la educación superior y la ciencia, sin ofrecer perspectiva alguna de recuperación. El riesgo es que con todo esto se lesione el dinamismo del sector, justo cuando es más necesario para la reconstrucción pospandemia.