El futuro de la democracia mexicana parece así pender de lo que Daniel Cosío Villegas llamó el estilo personal de gobernar mexicano: el carácter e ideas de quien detente la presidencia serán las que, en definitiva, determinen su futuro.
Buscando simplificar el intrincado y filosófico debate sobre la organización del poder en una democracia, hace poco más de dos décadas Bruce Ackerman articuló con elegancia la pregunta central de todo el constitucionalismo contemporáneo: ¿cuántas elecciones necesita un movimiento para hacerse del poder absoluto?
Esta interrogante está siendo respondida con nerviosismo en México durante los últimos días, luego de la aplastante victoria del movimiento del presidente Andrés Manuel López Obrador en las elecciones presidenciales y parlamentarias. Porque más allá de que casi dos tercios del electorado apoyó a Claudia Sheinbaum como su sucesora en la presidencia, lo verdaderamente importante es que este éxito electoral le permitió a la coalición encabezada por Morena –el partido que él mismo creó en 2011 y que ha liderado desde entonces– alcanzar una mayoría suficiente en la Cámara de Diputados para impulsar cualquier reforma constitucional y quedar a unos cuantos escaños de conseguirla en el Senado.
Sobran las razones para este nerviosismo. Aunque él lo niegue con igual carisma que terquedad, uno de los elementos centrales de la Cuarta Transformación impulsada por López Obrador es una ambiciosa agenda de regresiones democráticas, con la que se ha buscado desarticular los equilibrios constitucionales sobre los que descansa la democracia mexicana. Así lo evidencian muchas iniciativas impulsadas durante su sexenio presidencial, como el sostenido debilitamiento de los órganos constitucionales autónomos o las reformas al Instituto Nacional Electoral destinadas a comprometer su independencia. También dan cuenta de ello las recurrentes críticas e intentos de reforma a la Corte Suprema, así como la militarización de la seguridad y el involucramiento del Ejército en materias ambientales, sociales, de salud y obras públicas.
Al anunciar en febrero el llamado Plan C, el mismo López Obrador ha dado luces sobre qué esperar para el futuro próximo. Entre las 20 iniciativas que involucra este plan, tal vez la más relevante es la reforma al Poder Judicial, con la que se busca que los jueces federales sean electos popularmente y se interviene la Corte Suprema, reemplazando a los ministros en funciones y reduciendo el número de los nuevos integrantes, así como su periodo y remuneraciones. Durante toda la campaña electoral y en abierta infracción a las reglas electorales, el presidente pidió el apoyo ciudadano a sus candidatos parlamentarios para lograr transformar una judicatura que él acusa de estar secuestrada por una ‘minoría rapaz’. Como además ellos asumirán antes que la presidenta, López Obrador ha anunciado que estas reformas comenzarán su discusión legislativa antes del cambio de mando presidencial.
Frente a esta posibilidad, parece difícil olvidar la advertencia de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, para quienes la consolidación de un proyecto autocrático tiende a profundizarse durante los segundos mandatos. Una vez que los lideres populistas o autócratas han asegurado su posición durante un primer periodo, a menudo los mandatos que le siguen son utilizados para socavar las instituciones democráticas y consolidar su control. ‘¡Al diablo con sus instituciones!’, esa famosa frase de López Obrador, es sugerente sobre la posibilidad de un desenlace autocrático.
Tal vez por esta razón, la principal interrogante que aún permanece sin respuesta es cuál será el papel del actual mandatario durante el próximo sexenio presidencial. Él mismo ha reiterado insistentemente que se retirará de la vida pública, pero sus constantes faltas a la verdad llevan a muchos a cuestionar la sinceridad de esta promesa.
Ante esta incertidumbre, no son pocos los que sugieren la posibilidad de un nuevo maximato, un periodo de la historia política mexicana entre 1928 y 1934, durante el cual el expresidente Plutarco Elías Calles ejerció una influencia dominante sobre la política nacional sin ejercer formalmente la presidencia. Aunque le sucedieron Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez en dicha posición, Calles siguió ostentando un control autoritario sobre el devenir mexicano, al reclamar para sí el título del ‘jefe máximo de la Revolución’. Este periodo solo terminaría con el avenimiento de Lázaro Cárdenas en la presidencia, quien, si bien fue electo a la sombra de Calles, rápidamente se distanció de él y consolidó su autoridad presidencial hasta exiliarlo. Como suele decirse, muchas veces la historia no se repite, pero rima: ¿Reclamará López Obrador para sí el título de jefe máximo de la Cuarta Transformación?
A riesgo de caer en un ingenuo voluntarismo, puede sin embargo sugerirse que la historia latinoamericana sugiere una y otra vez que la convivencia entre líderes carismáticos y sucesores ungidos no siempre tiene un final feliz. Es cierto que abundan las historias de sucesores leales, como la de Lula y Rousseff en Brasil, de Solís y Alvarado en Costa Rica, o de Zelaya y Castro en Honduras. Pero por cada final feliz, son muchas más las sucesiones que terminaron en conflicto y discordia, como la de Morales y de Arce en Bolivia, de Uribe y Santos en Colombia, o de Correa y Moreno en Ecuador.
El futuro de la democracia mexicana parece así pender de lo que Daniel Cosío Villegas llamó el estilo personal de gobernar mexicano: el carácter e ideas de quien detente la presidencia serán las que, en definitiva, determinen su futuro. Como si la historia mexicana del siglo XX rimara con el presente, la biografía de Claudia Sheinbaum durante los próximos seis años será determinante para sellar el destino, todavía incierto, de la democracia mexicana.