El Líbero, 9 de agosto de 2017
Opinión

El lugar de la política en tiempos confusos

José Joaquín Brunner.

La esfera política, antes co-extensiva con el Estado nacional y con la democracia articulada en torno a jerarquías de estatus, poder e influencia, se reorganiza ahora en función del mercado, el dinero y el consumo de bienes públicos.

Las dificultades que enfrenta la política —como sistema y actividad, pero sobre todo como idea, discurso y cultura— son múltiples. No goza de prestigio. Su lenguaje esotérico se vuelve incomprensible a ratos. En la esfera pública compite con los medios de comunicación y las redes sociales, mimetizándose a veces con ellos. No genera adhesión, sino más bien rechazo. Sus valores de servicio son cuestionados. Se la acusa de encubrir mezquinos intereses. Sus mecanismos de representación parecen estar gastados. Las figuras políticas se confunden a ratos con las del espectáculo.

El aire que se respira en la polis suele hallarse tan contaminado como el de la ciudad. Los ciudadanos son también clientes-consumidores que reclaman masivamente soluciones, beneficios y protecciones del Estado. Hay crisis de partidos, ideologías e instituciones. La gente recela de las autoridades. El concepto mismo de lo público se vuelve confuso y suele ser usado para encubrir intereses corporativos, gremiales o de grupos de presión. La política aparece en la superficie como división, intrigas y querellas. Se duda de su efectividad y se condenan los medios que emplea.

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¿Cómo explicar esta acumulación de percepciones negativas?

Por lo pronto, la esfera política ha perdido centralidad y protagonismo en las sociedades capitalistas democráticas. Existe la sensación de que éstas se tornan ingobernables, de que los riesgos manufacturados por ellas no logran ser controlados y los poderes realmente existentes se hallan ocultos y en manos de minorías empresariales, técnicas, industriales, burocráticas y científicas, tanto a nivel local como global.

Estas sociedades se experimentan a sí mismas como un orden anárquico; parecen funcionar espontáneamente, sin plan ni objetivo conocido, movidas por el incesante, neurótico, esfuerzo de cada individuo que se preocupa sólo de sí mismo y sus más próximos. Sin duda, el dinero juega un papel dominante en esta configuración, transformándose en expresión de todas las relaciones y valores, así como del constante intercambio que orienta las vidas de las personas.

De modo que existe, en sociedades como la nuestra, una permanente tensión entre las demandas formuladas a la política (la democracia) y las exigencias y distribuciones producidas por el mercado (el capitalismo). Aquellas son colectivas, regidas por normas y valores; éstas, por el contrario, son individuales, regidas por los medios de adquisición y de satisfacción.

El hecho de que las satisfacciones personales en la esfera de los afectos y el consumo sean consistentemente mayores —según las encuestas— que la satisfacción con las expectativas colectivas de seguridad, respeto (no abuso), tolerancia, igualdad y justicia social, genera un subterráneo descontento con la política. Hace pensar que cada hombre y mujer es una isla, carcomiendo la legitimidad de la polis. Abre una brecha entre lo privado y lo público, la familia y el Estado, la televisión y las autoridades gubernamentales, el empeño individual y el desempeño de las organizaciones que brindan el entramado político de la sociedad.

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En términos de Max Weber, el mayor sociólogo del siglo pasado, puede decirse que el orden de la política democrática y su esfera propia de valores, su lógica de bienes públicos y jerarquía normativa, están siendo ‘colonizados’ por la esfera del mercado y de los intercambios monetarios, con su ética contractual y valores instrumentales, y su lógica de competencia y desempeños eficientes. Con esto se ha abierto la Caja de Pandora.

En efecto, andan sueltos los males del mercado —la reducción de todos los valores humanos a intercambios materiales; de toda acción orientada hacia fines de sentido por actuaciones de medios (eficientes) para fines (útiles)—, que desplazan a los bienes esperados de la política: seguridad y solidaridad entre sujetos iguales en dignidad; recompensa por el mérito; igualdad de oportunidades y resultados; derechos sociales garantizados para todos.

Con el tiempo, el capitalismo, supuestamente el único ordenamiento de la economía compatible con la democracia, genera –paradojalmente— su erosión, de la misma manera como la democracia termina amenazando la legitimidad del ordenamiento mercantil del capitalismo. Algunos, incluso, postulan ahora que el capitalismo se aviene mejor con un Estado fuerte y rector, un autoritarismo de derecha o de izquierda y que, a la larga, sería incompatible con las democracias liberales.

Como muestra la experiencia internacional, un peligro evidente para la política democrática es justamente el contacto —cortocircuito, en realidad— con el dinero. En este sentido, como ya había descubierto Weber, el mercado es la mayor tentación para cualquiera de los otros órdenes de vida y sus valores propios, trátese de la religión, la ciencia, la intimidad erótica, las profesiones o el arte. Como dijo Marx: todo aquello que hasta la aparición de la industria capitalista y el consumo de masas era considerado sagrado, es profanado.

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Otro sociólogo, Daniel Bell, profesor emérito de la Universidad de Harvard y además un importante intelectual público de la segunda parte del siglo pasado (muerto en 2011), imaginó una fase todavía más aguda y profunda de ese choque entre valores y orientaciones de la economía capitalista y la cultura burguesa. Llamó a su estudio dedicado a este tópico, Las Contradicciones Culturales del Capitalismo. ¿Qué pensaba él?

Que el moderno capitalismo industrial de los EEUU había nacido y se había desenvuelto gracias al influjo de la ética protestante del ahorro, la dedicación al trabajo, la organización metódica de la vida y los valores conservadores de la familia, la educación del carácter y la religión. Subsecuentemente, decía, el propio desenvolvimiento de las fuerzas productivas y del consumo, combinado con la relajación de los valores burgueses, el hedonismo, la expansión del dinero plástico y la liberación sexual de los años 1960, habían introducido una nueva ética de liberación del impulso vital que llevaba al goce y las satisfacciones inmediatas.

Puede postularse que, en estas condiciones, también la política modifica su función en la sociedad, convirtiéndose de un sistema de autocontrol democrático ejercido en favor de las élites que se disputan la dirección de la sociedad, en una plataforma masiva de demandas por derechos, bienestar y crédito. La polis comienza a parecerse más a una plaza pública y la soberanía del pueblo se manifiesta —ante todo— como opinión encuestada, en un continuo ejercicio plebiscitario a través de las pantallas de TV y hoy, además, de las redes sociales.

El espacio público deliberativo que Habermas retrató en su clásico análisis de la cultura burguesa del siglo XVIII —y que según su indagación habría servido como terreno de cultivo para el posterior florecimiento de la democracia liberal— muda, se degrada y se convierte en un espacio publicitario, al mismo tiempo que las elecciones se trasladan a los medios de comunicación y las ideas e ideologías ingresan al mercado simbólico de la persuasión y la propaganda.

La esfera política, antes co-extensiva con el Estado nacional y con la democracia articulada en torno a jerarquías de estatus, poder e influencia, se reorganiza ahora en función del mercado, el dinero y el consumo de bienes públicos. Al sujetarse a la racionalidad formal propia del campo económico, deja de preocuparse de valores, identidades y lealtades, y se ordena ahora en una perspectiva de medios y fines, de cálculo de oportunidades y de eficiencia del uso de los mecanismos e instrumentos de política pública.

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La política se torna, en consecuencia, inevitablemente más tecnocrática y su lógica —en lenguaje del influyente Albert Hirschman, economista y humanista de amplia difusión en las ciencias sociales— se asemeja a un mercado donde hay lealtad (loyalty) al partido, líder, ideología o al programa o solución ofrecida; hay voz (voice) que sirve para protestar frente al Gobierno, expresar rechazo, representar una opinión disconforme en la plaza pública o a través de frecuentes sondeos; y hay la opción de salida (exit) como manera de cambiar lealtades, abandonar una coalición, retirarse de un partido o abstenerse de votar.

Hoy en los mercados de la política se exalta la «voz» si viene de la calle o desde abajo, en la medida que sirve para protestar, hacerse escuchar, transmitir pretensiones y reclamaciones. O bien, se ejerce la opción de «salida» votando con los pies, proclamando la independencia frente a los partidos, abandonando una coalición o trasladándose a los productos del competidor. Por el contrario, la «lealtad» se encuentra a la baja; la polis adquiere la fisonomía de un teatro de traiciones, las adhesiones ideológicas se enfrían y el referente de la política ya no son los partidos, sino la ciudadanía y una profesión de fe como «independiente».

Efectivamente, la lealtad en el campo político ha llegado casi al grado cero, mientras aumentan la intensidad y la frecuencia del uso de la voz y la salida. Hay nuevos medios para hacer circular y difundir voces individuales y grupales. Y mientras más fuerte su identidad, más se escuchan en nombre de la diversidad y el cultivo de las diferencias. Esta es la democracia popular del internet cuya conciencia son las redes sociales. Y el exit se utiliza masivamente, en particular a la hora de dejar de participar en votaciones, retirarse de la esfera pública, abandonar a su suerte a las autoridades políticas, restar apoyo a las coaliciones y partidos, o sustraer la confianza a las instituciones. Como alguna vez escribió Octavio Paz sobre su país: el pueblo no cree ya más que en la Virgen de Guadalupe y en la Lotería Nacional. Los milagros y el azar.

En este proceso, la política pierde parcialmente su sustancia apasionada, su capacidad de generar sentidos y relatos, su vecindad con el campo de las ideas, su compromiso existencial con proyectos y la formación de identidades colectivas. De alguna manera, se despolitiza; pierde densidad ideológica y se somete a la lógica del cálculo técnico, de la racionalidad formal, de la gestión eficiente, de la productividad de las decisiones. Se llena de índices e indicadores; de encuestas de satisfacción; de meticuloso seguimiento de las redes sociales. El Estado, se dice ahora, tiene clientes y modelos de negocio, usa mecanismos de tipo mercado y reglas de gerencia pública, y su acción sería satisfacer necesidades privadas más que preocuparse del bien colectivo.

En suma, son circunstancias difíciles para la política y los políticos. Ellos están llamados a conducir en tiempos confusos. Sin política y políticos no hay capitalismo democrático posible. Ni tampoco la posibilidad de enfrentar los problemas y contradicciones actuales de éste evitando el autoritarismo plebiscitario (caudillismo-populismo) o la imposición de un férreo disciplinamiento ideológico (capitalismo-de-partido-único).