El Mercurio, 12 de agosto de 2018
Opinión

El padrino III

Ernesto Ayala M..

«El padrino III» rara vez se revisita, porque cuando fue estrenada en 1990 se juzgó a años luz de las dos entregas anteriores de la saga, de 1972 y 1974.

El Padrino III
Con Al Pacino, Diane Keaton, Talia Shire y Andy García.
Estados Unidos, 1990.
162 minutos.

«El padrino III» rara vez se revisita, porque cuando fue estrenada en 1990 se juzgó a años luz de las dos entregas anteriores de la saga, de 1972 y 1974. Hubo algunas reseñas, como la de Pauline Kael, demoledoras, y la percepción general fue de que se trató un esfuerzo débil de Coppola si se comparaba con algunas de las brillantes películas que había logrado antes. Vista ahora, cuando nuevas generaciones se pueden acercar a la trilogía a través de Netflix. «El padrino III» aparece como una película quizá irregular, pero en ningún caso mediocre, débil ni descartable.

Resumir la cinta es hacer, de entrada, una interpretación, pero aquí va. «El padrino III» es el intento de Michael Corleone (Al Pacino) por redimirse a sí mismo y a su familia, intento en el que casi solo conoce fracasos. Luego de enriquecer a la familia, Michael ha decidido dejar todos los negocios ilegales e invertir en bancos e inmobiliarias plenamente legítimas. Al mismo tiempo, crea una fundación filantrópica para entregar generosas donaciones que, entre cosas, le hacen merecedor de una valiosa orden vaticana que es la excusa para la fiesta que abre la película (que repite, por supuesto, la apertura -así como el cierre- de las anteriores entregas). En el fondo, Michael quiere cumplir el deseo de su padre de hacer de los Corleone una familia honorable.

Todo el poder y dinero de Michael, sin embargo, no son suficientes para enterrar el pasado. No solo lo persigue el remordimiento por asesinar a su hermano Alfredo, sino que aparece Vincent (Andy García), el hijo «ilegítimo» de su hermano Sonny, ávido de reconocimiento, hastiado de trabajar para Joey Zasa (Joe Mantegna), que hoy controla los ex negocios de los Corleone en Nueva York. A la vez, las otras familias quieren un pedazo de los nuevos emprendimientos de Michael para blanquear los suyos, y cuando quiere invertir en la inmobiliaria del Vaticano, se da cuenta de que es controlada por peores mafiosos que los que conoció en casa. Al mismo tiempo, una diabetes lo debilita físicamente. Michael resume la situación en la citada escena en que dice: «Just when I thought I was out… they pull me back in» («Justo cuando pensaba que estaba afuera… me arrastran de vuelta»).

Se suele hablar del tono shakesperiano de los Padrinos, mirada donde la tercera entrega estaría cerca del «Rey Lear», pero la cinta tiene una deuda más fuerte y directa, como es obvio, con «El gran Gatsby», de Fitzgerald. Si «El padrino I» era sobre la lealtad -o la trampa- familiar y «El padrino II» era acerca de los costos que hay que pagar por el éxito y el poder, «El padrino III» es sobre la búsqueda de redención. Esta búsqueda es muy americana, pero, como escribió Fitzgerald, «remamos contra la corriente, arrastrados incesantemente hacia el pasado». Michael Corleone acarrea demasiados pecados y cuentas para estar siquiera cerca de zafar. Es incapaz de dejar a Vincent en manos de Zasa; Don Altobello (Eli Wallach), el gran amigo de la familia, lo traiciona bajo sus narices; el Vaticano es un nido de víboras. Coppola, a diferencia de las dos cintas anteriores, pone en escena a un Michael que está en auténtico dolor, que fracasa de manera lúgubre, con el que siente -y nos hace sentir- abierta simpatía. «El padrino III» es acerca de la tragedia que significa no poder corregir el pasado. Coppola, que nació en 1939 y es hijo de Nagasaki e Hiroshima, de los movimientos civiles, de Vietnam y el Watergate, no solo intenta hablar de sí mismo a través de Michael, como lo describió Kael y también Jonathan Rosenbaum, sino que, como hijo de una generación que perdió la inocencia, habla también de la construcción misma de Estados Unidos.