El Líbero, 9 de noviembre de 2016
Opinión

El populismo como ideología del siglo 21

José Joaquín Brunner.

El populismo contemporáneo es un fenómeno de izquierdas y derechas que, además, últimamente no parece reconocer fronteras nacionales. ¿En qué consiste? En la combinación de una serie de posturas «anti», lo que define su tono en esencia negativo.

Ante todo, es un movimiento antisistema; en lo más particular, es contrario al establishment. El sistema es el responsable de los males del mundo o la época. Puede ser el orden global, el sistema capitalista o los mercados universales. O bien a nivel nacional, en el sentido que lo dice Donald Trump: que el sistema político de los EEUU estaría amañado, o sea, preparado o dispuesto con engaño y artificio para resultados ventajosos para unos (los Clinton) y desfavorables para otros (él mismo).

Sea en versión diestra o siniestra; mundial, nacional o local, el sistema es la fuente de las injusticias y los abusos tanto como de los privilegios y las oportunidades. Es una máquina impenetrable que explica por qué a unos les va bien y a otros no. Es el orden dominante, explotador, expoliador y excluyente que se halla estructurado y arreglado para producir esos opuestos resultados. Tras el populismo actual hay siempre una filosofía conspirativa de la historia. Y hay culpables que a veces se transforman en víctimas expiatorias: judíos, marxistas, inmigrantes, banqueros y así por delante.

El populismo en sus vertientes de derecha e izquierda es, además, antipolítico. Los políticos y sus organizaciones forman parte del núcleo expiatorio, cargan con las culpas del establishment, manejan los hilos ocultos del sistema. Por lo mismo, el populismo es adversario de la democracia, cuyo formalismo desprecia y cuya hipocresía denuncia frente a cada acuerdo, transacción o compromiso entre contrarios. La política sería por definición un mero velo del poder; un juego que los poderosos juegan para perpetuar sus ventajas, beneficios, prebendas y favores. La política es corrupta, según esta visión conspirativa de los sistemas, y por eso el populismo marcha con el símbolo de la escoba en la mano: para barrer las perversiones del poder.

Esta ideología, sea que se exprese por la izquierda o la derecha, es por todo esto también contraria a las élites establecidas. Sin embargo, en vez de proclamar su deseo de remplazarlas, el populismo promete una sociedad sin élites, sin otro poder que no sea el del pueblo o la gente. Las élites gobernantes son caracterizadas como una manifestación concentrada del poder del sistema; son poderes fácticos, no-legítimos, constituidos como privilegio de los que mandan.

El populismo busca oponer élites y masas, plutocracias u oligarquías frente a la gente y el pueblo, el uno por ciento de Picketty en relación al 99% restante. De allí también su tono pretendidamente «popular», al gusto de la «gente», para condenar a la cultura highbrow, sofisticada, propia de intelectuales cosmopolitas, calificada como elitista y ajena al sentido común de la mayoría. Al populismo, incluso de derecha, le gusta creer que representa los intereses e ideales de las clases laboriosas, de los hombres y mujeres sencillos, del pasado campesino de la nación y su cultura más robusta, de valores auténticos, previos al comercialismo y la globalización.

Entre los rasgos ya mencionados y el aparente desprecio del populismo por el conocimiento experto y por los propios expertos, existe asimismo una afinidad electiva. Son meras tecnocracias, se dice, parte íntima del sistema, otra élite más, inseparable del poder. Una fuerza que sirve al establishment para legitimar las políticas democráticas, que debe ser denunciada y rechazada. ¿Por qué? Porque monopoliza un conocimiento que se usa para acentuar los rasgos abusivos del sistema, proporcionándole una aparente «objetividad» al mismo tiempo que desplaza a las demás formas no-certificadas de conocimiento, como aquel de las tradiciones étnicas y populares, de los movimientos sociales, de las agrupaciones de la sociedad civil, de los grupos de cultura y saberes alternativos, etc.

Por último, el populismo incurre fácilmente, por sus propias motivaciones y estructura cognitiva y emocional, en el culto de los líderes, de las figuras carismáticas, de los supuestos salvadores de las masas. Basta pensar en Perón y Evita, Néstor Kirchner y Cristina, Chávez y Evo, Trump y Le Pen, para no recurrir a figuras aún más letales que éstas.

El populismo es esencialmente anti-partido, contrario a las instituciones y a las reglas, proclive en cambio al «movimientismo», las profecías, las personalidades «fuertes» y autoritarias, o a personajes aclamados por los medios de comunicación y cuyos seguidores se encuentran en los sectores menos racionalizados de la sociedad (en el sentido del racionalismo legal-formal y de medios de Max Weber). Al contrario, el populismo explota una racionalidad de fines sin procedimientos, de metas sin plazos, de beneficios directos y personales, no de rendimientos y méritos. El mérito mayor, a fin de cuentas, es la lealtad y proximidad al líder.

Los populismos de derecha e izquierda son igualmente riesgosos, como muestra la historia y como estamos observando en los días que corren. Infectan el clima político con promesas destempladas y con airados ataques al sistema, al mismo tiempo que corroen la deliberación democrática. Traen consigo, inevitablemente, un debilitamiento de las instituciones y un empobrecimiento del debate público. Levantan el autoritarismo del líder como solución a problemas complejos, los cuales degradan al simplificarlos. Hacen creer a la gente que las sociedades pueden alcanzar el paraíso en la tierra con solo subvertir el establishment, defenestrar a las élites existentes y dejar operar sin restricciones al líder populista y sus redes de prebendas y clientes. Apoyan entusiastamente el desprestigio de los partidos y de la política y postulan que las soluciones a los problemas requieren solo voluntad política y no diseño técnico ni acuerdos entre actores.

Llegados al poder, según muestra la experiencia de tantos países, los populismos corrompen al Estado en nombre de la lucha anticorrupción y crean redes o cliques que administran en beneficio propio prebendas, clientes, bonos, favores y subsidios.

En los meses que vienen necesitaremos estar atentos a los avances del populismo en el mundo, pero, además, precaver que en Chile no surjan fenómenos similares. Ninguna democracia está a salvo de las tentaciones del populismo. Sobre todo cuando la democracia se halla debilitada, las élites andan desnudas por las calles, la situación económica es estrecha, los partidos no gozan de la confianza de la gente y el Gobierno camina hacia el término de su período habiendo dejado tras de sí un reguero de ilusiones frustradas y un real desbarajuste en la gestión de los asuntos públicos.