Ciper Académico
Opinión

El primer constitucionalismo chileno

Juan Luis Ossa S..

El primer constitucionalismo chileno

«El origen espurio de la Constitución de 1980”, escribe el autor, ha impedido que los chilenos se sientan partícipes de una casa común.

“El origen espurio de la Constitución de 1980”, escribe el autor, ha impedido que los chilenos se sientan partícipes de una casa común. Pero advierte que pensar una nueva Constitución desde una hoja en blanco, implica un “maximalismo refundacional” no recomendable en las inciertas circunstancias actuales. Tras revisar la historia constitucional, en la que domina la continuidad y la reforma, describe la encrucijada actual entre un inmovilismo reaccionario y una refundación de corte revolucionario. El autor sugiere en cambio el camino gradualista que no desconoce la “legitimidad y necesidad del Acuerdo de noviembre”. Este texto adelanta algunas ideas del libro Chile Constitucional, de próxima aparición.

En el último tiempo se han oído voces censurando que nuestra clase política haya abierto la puerta a una discusión constitucional cuyos contornos y límites son todavía difusos. El argumento señala que una nueva Carta no cambiará la vida de los más necesitados, por mucho que los políticos profesionales se llenen de promesas y buenas intenciones. En términos generales, tienen razón: las leyes fundamentales son eso, fundamentales, y no deben prometer lo que no pueden cumplir. Con todo, el alcance de las constituciones va mucho más allá de lo material y concreto, y por ello debatir sobre sus contornos y objetivos es una tarea ineludible, ya sea para mantener sus articulados, reformarlos o cambiarlos.

Las constituciones son pasado, presente y futuro; tienen, por eso mismo, una carga simbólica que toda sociedad —más aún si ésta es democrática— debe considerar y sopesar. En el caso chileno, dicho símbolo está relacionado con el concepto de “tradición constitucional”, entendido aquí como un mecanismo histórico de reforma gradualista, el cual, desde el presente, es deferente con el pasado, considerándolo y readaptándolo, no cortándolo de raíz. Esta definición permite analizar dos cuestiones: por un lado, los orígenes de nuestro constitucionalismo. Por otro, el papel que podría jugar la tradición constitucional en la discusión política actual. Ambas materias están relacionadas e intentan responder a la misma pregunta: ¿es la idea de la hoja en blanco aconsejable cuando una discusión de este tipo comienza?

En lo que sigue de este artículo se propone que uno de los grandes aciertos del constitucionalismo histórico es que, a pesar de ver la luz durante una época de cambios profundos y estructurales (1812-1833), sus cultores no se desentendieron de la tradición ni de la historia, sino que las resignificaron para satisfacer las necesidades del presente. Sus fuentes, en efecto, abreviaron distintas corrientes anglosajonas, españolas y francesas consolidadas a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Lo anterior quedó de manifiesto antes, durante e inmediatamente después de la promulgación de la Constitución de 1828, considerada aquí como la columna vertebral de la política chilena del siglo XIX y gran parte del XX. En aquel período se aprecia un espíritu continuista y gradual que inspiró a las dos constituciones siguientes (1833 y 1925). La Carta de 1980, por el contrario, interrumpió aquella característica, ya que su redacción —al comenzar desde una hoja en blanco— tuvo implicancias refundacionales que todavía nos dividen. El proceso que comenzó en noviembre de 2019 se enfrenta a una disyuntiva similar: retomar la gradualidad del constitucionalismo chileno o, por el contrario, alterar la convivencia política mediante la preparación de una Ley Fundamental construida ex nihilo.

A continuación, se reconstruyen los debates durante la década de 1810 en torno a qué tipo de autoridad ejecutiva debía reemplazar al rey, así como el paso desde un régimen monárquico a uno republicano. Luego, se analiza el contexto de producción de la Constitución de 1828, poniendo hincapié en aquellos momentos donde se aprecia más claramente la influencia (vía adaptación y acomodación) de las dos principales escuelas de pensamiento de esos años: el liberalismo y el republicanismo. La siguiente sección hace lo propio con la Carta de 1833, tanto en relación con los elementos de continuidad entre ésta y su antecesora como con las modificaciones introducidas por la Gran Convención que sesionó entre 1831 y 1833. Finalmente, el documento concluye con una recomendación: en tiempos de incertidumbre como los actuales, y considerando que nos encontramos en medio de un proceso constituyente, más vale considerar el aprendizaje obtenido a lo largo de más de doscientos años de historia que embarcarnos desde cero en la discusión constitucional.

LA EXPERIMENTACIÓN INICIAL

Al igual que otros procesos similares de la época, la revolución que derivaría en la independencia de Chile estuvo marcada por altos grados de experimentación e incertidumbre políticas (Collier 2012 [1967]; Jocelyn-Holt 1992; Cid 2018; Sabato 2018). Las consecuencias de la invasión napoleónica a la península Ibérica en 1808 se sintieron con igual fuerza a ambos lados del Atlántico: en España, la caída del rey abrió las puertas al dilema sobre qué cuerpo o institución debía gobernar en su ausencia. En Sudamérica ocurrió algo similar, aunque aquí el problema no se quedó en el ámbito de la gobernanza monárquica, sino que rápidamente derivó hacia una cuestión más compleja: ¿debía el imperio español continuar existiendo ahora que la cabeza administrativa del mismo había desaparecido? En juego estaban también otras preguntas que marcarían el ritmo de la historia política: ¿qué tipo de autoridad debía regir los destinos de cada colonia? ¿Debía ser ésta colectiva o estar concentrada en una persona? ¿Cómo elegir a la autoridad ejecutiva y cuál debía ser su relación con los otros poderes del Estado?

La solución inicial fue deferente con el pasado y, de hecho, siguió el mismo curso que en España: inspirándose en la tradición escolástica, ciudades como Caracas, Buenos Aires, Santa Fe de Bogotá y Santiago crearon juntas gubernativas con el fin de mantener la soberanía en “depósito” hasta que retornara el rey Fernando VII, preso para entonces en Francia (Ternavasio 2002). De ahí que, durante los primeros años de la década de 1810, el juntismo no significara un distanciamiento radical con el monarca ni menos con el régimen monárquico. Sin embargo, sí provocó una cada vez más tensa relación con el principal agente del imperio en el Cono Sur, el virrey José Fernando de Abascal. A principios de 1813, las diferencias comenzaron a resolverse en el campo de batalla (Ossa 2014a).

Debido a los conflictos entre las dos principales facciones al interior del bando juntista, a esas alturas lideradas por José Miguel Carrera y Bernardo O’Higgins, el esfuerzo bélico fue muy difícil de llevar a cabo. Surgieron así las primeras críticas al gobierno colegiado, incapaz, según algunos informes, de congregar las visiones políticas en un único proyecto. Se requería una cabeza político-militar que unificara los distintos intereses, cuestión que ocurrió a principios de 1814, cuando se sancionó el “Reglamento para el gobierno provisorio”, el cual, tal como había ocurrido poco antes en Buenos Aires, reemplazó el gobierno colegiado por la figura del Director Supremo (Ossa y Rabinovich en prensa). No sólo eso: la entrada en vigor del Reglamento fue un duro golpe a las aspiraciones de Carrera, quien, aunque personalista, había actuado formalmente siempre desde y para la autoridad colegiada (Reglamento 1814). Así había quedado de manifiesto poco antes en el “Reglamento Constitucional Provisorio” de octubre de 1812, donde se había establecido que el Ejecutivo debía estar en manos de la “Junta Superior Gubernativa”, un cuerpo colegiado que por primera vez en la historia de Chile recibía rango constitucional (Reglamento 1812). Todo eso cambió un año y medio más tarde, al entrar el Director Supremo en escena.

El artículo 1° del Reglamento de 1814 resume el objetivo detrás de la decisión de residir el gobierno “en una sola persona y no en dos o en tres” (Barros Arana 2002, 265). “Las críticas circunstancias del día obligaron a concentrar el Poder Ejecutivo en un individuo, con el título de Director Supremo, por residir en él las absolutas facultades que ha tenido la Junta de Gobierno en su instalación de 18 de septiembre de 1810”. Por tanto, proseguía el artículo 2°, sus facultades serían “amplísimas e ilimitadas”. El Director Supremo recibiría el tratamiento de “Excelencia” (artículo 3°), asimilándose su escolta y honores a los “de un capitán general” (artículo 4°). El 5°, en tanto, señalaba que la duración de los Directores Supremos en el cargo debía ser de dieciocho meses, tiempo después del cual el Cabildo de Santiago, junto al Senado, debía decidir “su continuación o nueva elección” (Reglamento 1814).

La institución del Director Supremo se nutrió de distintas fuentes, y todas ellas remiten a un cierto tipo de continuidad. Por un lado, la referencia al capitán general muestra que el pasado borbónico seguía siendo un factor importante a la hora de tomar decisiones administrativas, lo que sin duda respondió a la necesidad de utilizar la nomenclatura política del siglo XVIII para legitimar el actuar de los juntistas y revolucionarios chilenos en un contexto todavía monárquico. Por otro lado, el cargo se inspiró también en la dictadura romana, cuyo carácter era, al igual que la dirección suprema, extraordinario y temporalmente limitado (Gazmuri 2015). Pero a pesar de estos intentos por centralizar la toma de decisiones en una única autoridad, la situación no mejoró para los revolucionarios. De hecho, en octubre de 1814 los ejércitos de Carrera y O’Higgins debieron buscar refugio en Mendoza, donde José de San Martín, en su calidad de gobernador de la provincia de Cuyo, apartó a Carrera y apoyó decididamente la causa de O’Higgins (Ossa 2014b).

La manifestación más clara de aquella alianza se produjo pocos días después de la batalla de Chacabuco (12 de febrero de 1817); su resultado permitió a los revolucionarios retomar Santiago y sus alrededores, además de catapultar a O’Higgins a la dirección suprema de Chile. El gobierno de O’Higgins descansó en los militares la administración casi total de los organismos del Estado, concentrando además la toma de decisiones en Santiago y en el Director Supremo. Ambos elementos se aprecian en las Constituciones de 1818 y 1822, los dos principales documentos que le permitieron a O’Higgins olvidarse del mandato colegiado y gobernar prácticamente sin contrapesos.

Gracias a la Constitución de 1822 se establecieron más expresamente los requisitos para obtener la ciudadanía chilena; y se resaltaron los “límites naturales” del “territorio de Chile”, un factor este último pensado para demarcar los contornos nacionales del nuevo Estado en construcción. El problema es que la Carta no sólo fue redactada por uno de los intelectuales más aborrecidos del período, José Antonio Rodríguez Aldea, sino que de su articulado se desprende la nada indisimulada intención de perpetuar a O’Higgins en el poder (Ossa 2014a). En un ambiente político en que la experimentación no daba tregua y ninguna facción alcanzaba todavía altos niveles de legitimidad, no es de extrañar que los grupos provinciales de Concepción y Coquimbo reaccionaran ante la eternización del Director Supremo. Para ellos, éste había perdido su ascendencia al hacer de la capital y del ejército del Valle Central sus bastiones personales. Una cosa, eso sí, era compartida por todo el espectro: la monarquía ya no era una opción y sólo la república podía funcionar en un país como Chile. ¿Qué características tendría dicho sistema y cuáles serían las corrientes ideológicas que la inspirarían? ¿El republicanismo o el liberalismo? ¿La democracia o la representación? ¿El centralismo o el federalismo? ¿Una mezcla de todo lo anterior?

EL LIBERALISMO REPUBLICANO DE LA DÉCADA DE 1820

De un tiempo a esta parte, la historiografía especializada en la década de 1820 ha enfatizado las diferencias que habrían existido entre los primeros “republicanos” chilenos y sus supuestas contrapartes, los “liberales”. Haciéndose eco de una crítica más antigua de los “republicanos” de la Escuela de Cambridge (Skinner 1985) a los “liberales clásicos” como Isaiah Berlin (1988 [1969]), autores chilenos como Vasco Castillo han sostenido que el republicanismo habría sido “la principal vertiente que dirige y organiza el pensamiento político del período fundacional, entre los años 1810-1830” (2009, 9). En mi opinión, la afirmación anterior sería correcta siempre y cuando al republicanismo lo entendiéramos únicamente como un régimen de gobierno contrario a la monarquía, la tiranía y el despotismo. Lamentablemente, en el trabajo de Castillo el republicanismo es presentado como una forma de hacer y comprender la política total y radicalmente distinta al liberalismo, como si ambas corrientes no hubieran compartido elementos clave; o como si los republicanos de la década de 1820 no hubieran sido liberales y viceversa. Analizado el tema históricamente, encontramos muchas semejanzas entre ellos. Más importante, rara vez las fuentes remarcan una separación taxativa entre ambas escuelas, lo que me lleva a dos conclusiones: primero, a que el republicanismo y el liberalismo no deben ser analizados como compartimentos estancos. Segundo, a que la división entre republicanos y liberales no es más que un constructo normativo ex post facto.

En la década de 1820 se alcanzó, en efecto, un “consenso liberal republicano”, el cual permitió (no sin violencia) lograr una salida a la crisis provocada por la caída del imperio español. Variados hombres de letras acomodaron sin problemas distintas corrientes republicanas y liberales: el liberalismo clásico o anglosajón (que pone al individuo al centro de sus preocupaciones: Jones 2011); el liberalismo continental o francés (que considera al Estado como el principal garante de la libertad: Jaksic y Posada Carbó 2011); el liberalismo hispánico (más reformista que revolucionario o rupturista: Breña 2006); el republicanismo clásico (con su marcado acento en la virtud pública: Gazmuri 2015); y el republicanismo ilustrado o católico (inspirado sobre todo en autores de la Ilustración española: Elliott 2007). Así, pensadores como Juan Egaña, Camilo Henríquez, Manuel de Salas, José Miguel Infante, Andrés Bello y José Victorino Lastarria compartieron un mismo milieu que mezclaba las distintas corrientes liberales e ilustradas con el republicanismo de los antiguos (y a veces también con el republicanismo revolucionario: Pagden 2013; Stuven y Cid 2012-2013).

Veamos algunos ejemplos: la idea liberal de que cualquier tipo de tiranía debía ser combatida era compartida por el republicanismo. Asimismo, el argumento liberal de que Chile debía ser independiente de toda potencia extranjera fue utilizado por los republicanos cuando defendieron el quiebre con la Península. Por su parte, la preferencia republicana de dar al Estado la responsabilidad de educar a los nuevos ciudadanos era compartida por connotados liberales, como Francisco Antonio Pinto o José Joaquín de Mora (Casals 2017). Finalmente, una vez conseguido el consenso liberal republicano en la década de 1820, incluso los liberales más moderados y que históricamente habían sido proclives a la monarquía constitucional (el ejemplo más paradigmático es el de Andrés Bello) vieron a la república como el único sistema que podía reemplazar a Fernando VII (Ossa 2017).

El contexto intelectual compartido entre liberales y republicanos se componía de lecturas novedosas y revolucionarias, pero también de elementos continuistas y gradualistas. El mejor ejemplo de la combinación de estas cuestiones se aprecia en la Constitución de 1828. El Congreso de ese año eligió una Comisión para redactar un proyecto constitucional en el plazo perentorio de sesenta días. La primera y más importante discusión giró en torno a qué clase de régimen era el más adecuado para los chilenos: el federal o el unitario. En un claro objetivo de aunar criterios dispares que fueran deferentes los unos con los otros, se combinaron las dos posturas: se centralizó la toma de decisiones en las reparticiones nacionales, pero al mismo tiempo se dio rango constitucional a las asambleas provinciales. Además, sus autores, entre los que sobresalen José Joaquín de Mora y Melchor de Santiago Concha, abrieron la puerta a la tolerancia religiosa, al permitir el culto privado de religiones que no fueran la católica. Optaron, finalmente, por el régimen representativo de gobierno, para lo cual tomaron prestados, otra vez, ideas liberales y republicanas surgidas al calor de las revoluciones atlánticas de fines del siglo XVIII y principios del XIX.

En la Constitución aparecen, por ejemplo, conceptos similares a los de la Constitución de Cádiz, la que, a su vez, contenía elementos del republicanismo clásico, del derecho tradicional español y de las constituciones elaboradas durante la Revolución Francesa. Así, el artículo de la Carta de 1828 que definía que “todo hombre es igual delante la ley” (125º) iba seguido del que señalaba que en Chile no había “clase[s] privilegiada[s]”, quedando “abolidos para siempre los mayorazgos, y todas las vinculaciones que impidan el enajenamiento libre de los fundos”. Aquí se aprecia el ascendiente económico de Adam Smith, pero también de liberales franceses, como Jean-Baptiste Say. Mora mostró su lado smithiano cuando sostuvo que la abolición de los mayorazgos aumentaría el número de propietarios, “cuya primera consecuencia sería la concurrencia de vendedores y la baja de los precios”. Gracias a esto, continuaba Mora, la agricultura se dinamizaría y la actividad comercial entre los distintos puntos del país florecería (Donoso 1946, 133).

Aun cuando, como veremos a continuación, hubo artículos relevantes que fueron resentidos por los grupos más conservadores, la Carta de 1828 fue un salto adelante en la profesionalización de la política chilena, combinando las discusiones transatlánticas con lo mejor del aprendizaje experimental de los primeros años posrevolucionarios y de las discusiones liberales y republicanas de la década de 1820. Incluso más: al haber sido apoyada transversalmente, la Constitución consiguió un rápido y muy alto grado de legitimidad. De hecho, cuando estalló la guerra civil de 1829 tanto la facción gobiernista (conocida como pipiolos) como la coalición opositora (conformada por o’higginistas, pelucones y estanqueros) la invocaron para defender sus respectivas posiciones. Sólo esta realidad innegable puede explicar que el mandato de la Convención Constituyente de 1831 fuera “reformar” la Constitución de 1828, no elaborar una nueva Ley Fundamental. La siguiente sección profundiza en este tema.

EL CAMINO HACIA LA CONSTITUCIÓN DE 1833

La guerra civil estalló luego de la interpretación divergente que gobierno y oposición dieron a los artículos de la Constitución referentes a la elección presidencial de 1829. Los comicios se realizaron el 15 y 16 de mayo, y si bien Francisco Antonio Pinto logró fácilmente mantenerse en la presidencia por los próximos cinco años, no ocurrió lo mismo con el cargo de vicepresidente. Diferencias de interpretación respecto a cómo debían elegirse los candidatos que no alcanzaran mayorías absolutas derivaron pronto en un conflicto armado. Uno de los afectados fue Joaquín Prieto, el tercer candidato más votado en las elecciones de mayo de 1829 y líder de los militares del sur. Apoyado por la Asamblea Provincial de Concepción, criticó la “escandalosa infracción de la Constitución sostenida por la Cámara de Representantes Nacionales”, cuyos miembros habían “traicionado abiertamente la voluntad de sus comitentes en el hecho de excluir a los que la mayoría respectiva llamaba a la vicepresidencia, interpretando arbitrariamente la ley constitucional para consumar el meditado plan de dar la muerte a la Patria”. La Asamblea llamó, pues, a rebelarse contra el poder Legislativo y el gobierno pipiolo, aunque con el propósito de “sostener a todo trance la Gran Carta Constitucional”.[1]

En efecto, lo que estaba en juego no era la Carta de 1828, sino la interpretación de los artículos que se referían a cuestiones electorales. Más temprano que tarde, no obstante, el grupo vencedor en la batalla de Lircay, encabezado por el propio Prieto y secundado por comerciantes como Diego Portales e intelectuales como Mariano Egaña, mandató que un grupo de constituyentes compuestos por dieciséis diputados y veinte ciudadanos de “conocida probidad e ilustración” se abocaran a “reformar” y “adicionar” la Constitución de 1828 (Gran Convención 1901 [1831-1833], 1). Su trabajo culminaría en la Constitución de 1833, la que introdujo algunos cambios estructurales en materia política y administrativa (Correa 2015). Así, por ejemplo, el artículo 162º de la Carta de 1833 restableció los mayorazgos. El 5º, en tanto, estableció que la “religión de la República de Chile es la católica, apostólica, romana; con exclusión del ejercicio público de cualquiera otra”. Al no introducir un artículo especial señalando que los cultos privados serían permitidos, tal como lo había hecho la Carta de 1828, se desechó el prurito en favor de la tolerancia religiosa. Finalmente, las asambleas provinciales fueron abolidas, concentrándose nuevamente el poder en el Ejecutivo y sus agentes regionales, como los intendentes.

Pero otros artículos de la Constitución de 1833 —la mayoría, en realidad— siguieron un tono continuista más que rupturista, respetando el trabajo realizado a lo largo de la década de 1820. La prensa de la época se hizo cargo de este punto. El Correo Mercantil señaló el 22 de julio de 1832 que la Gran Convención había sido “autorizada para reformar y adicionar el Código Político [de 1828], y no para darnos uno nuevo, que no necesitamos, que no quieren los pueblos”. El propio presidente Prieto había declarado que la “misión” de la Gran Convención no era “hacer otro pacto social, sino proveer medios que faciliten la ejecución del que existe y afiancen su permanencia”.[2] Al haber sido educados bajo los principios republicanos y liberales de los años veinte, sus miembros compartían con la facción de Pinto algunas características centrales del liberalismo moderado que se mencionó arriba. La igualdad ante la ley, por ejemplo, era una condición sine qua non del mundo político posindependentista, e incluso en algunos aspectos —como en las discusiones sobre la libertad de imprenta con anterioridad a 1830— los pelucones habían sido más liberales que los pipiolos.

Por lo tanto, la idea de que la reacción de Diego Portales con posterioridad a 1831 fue “conservadora” y “autoritaria” sin más, debe ser matizada. Sin desmerecer las particularidades de cada articulado, lo cierto es que la Constitución de 1833 fue pensada y desarrollada desde la Constitución de 1828, no en contra de ella. Incluso más, al contener “las semillas de su propia liberalización”, la Carta de 1833 introdujo mecanismos que garantizaban una participación progresiva de los ciudadanos y del Poder Legislativo en la toma de decisiones (Jaksic y Serrano 2010, 75). Decir que la Gran Convención implementó una nueva Constitución no es, pues, correcto. Se trató, más bien, de una reforma de la anterior. “Acaba de ser jurada por todos los magistrados la Constitución reformada por la Gran Convención”, sostuvo el presidente Joaquín Prieto en el Mensaje Presidencial que introduce la Constitución de 1833, para luego agregar: “no me corresponde hacer el análisis de la reforma: mi obligación es guardarla y hacerla guardar. […] La reforma no es más que el modo de poner fin a las revoluciones y disturbios a que daba origen el desarreglo del sistema político en que nos colocó el triunfo de la independencia” (Prieto 1833). Se ponía así fin a la etapa de experimentos políticos del primer constitucionalismo histórico chileno.

REFLEXIONES HISTÓRICAS PARA EL PRESENTE

Desde el 15 de noviembre de 2019 Chile se encuentra inmerso en un proceso constituyente. Aun cuando todavía está por verse cuál será su resultado, al firmar un “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución” la mayor parte de las fuerzas del país consensuaron una solución extraordinaria para salir de la crisis: allí se sentaron las bases de una negociación que fue posteriormente afinada por una comisión técnica, cuyas resoluciones han guiado y ordenado el debate con el fin de encauzar el “estallido social” del 18 de octubre.

En un comienzo el movimiento no parece haber tenido por objetivo cambiar las bases constitucionales del país; pronto, sin embargo, la situación derivó en una querella más profunda sobre el régimen que, reformas mediante, todavía nos rige desde que la dictadura de Augusto Pinochet promulgara la Constitución de 1980. En otro trabajo he argumentado que la razón de este cambio es histórica (Ossa en prensa): al dar por “muerta” la tradición originaria (comenzada durante la revolución de independencia y luego reafirmada tanto en la Constitución de 1833 como en la de 1925), la dictadura dio a la Carta de 1980 un tono marcadamente revolucionario (Cristi 2011). Esto generó un problema de ilegitimidad constitucional nunca del todo resuelto, estando las demandas por una nueva Constitución relacionadas con dicho conflicto. La pregunta que debemos hacernos, no obstante, es si acaso el debate actual debe comenzar desde una hoja en blanco, tal como lo hizo la dictadura, o si, por el contrario, vale la pena considerar los ejemplos de gradualidad que se han estudiado aquí.

En este trabajo se planteó que el primer constitucionalismo chileno recogió variadas experiencias internacionales, desde la antigüedad republicana hasta el liberalismo de la Constitución de Cádiz, pasando por la escolástica española y el pasado borbón. Entre el Reglamento de 1812 y la Carta de 1833 se aprecia una deferencia con el aprendizaje acumulado, permitiendo que principios clave para el ordenamiento moderno, como la separación de los poderes, la igualdad ante la ley y la libertad de prensa, alcanzaran altos niveles de legitimidad. Esta característica fue compartida por la Constitución de 1925, pero no por la de 1980. ¿Por qué? Porque mientras en el primer caso sus redactores no se desentendieron del pasado, y más bien diseñaron una reforma de sus antecesoras, en el segundo la dictadura llevó a cabo un ejercicio refundacional, promoviendo, de arriba hacia abajo y sin la participación democrática, una reconstrucción total y completa del entramado político chileno. De ese modo, al ser ésta una nueva Constitución se lanzaron por la borda décadas de aprendizaje y continuidad.

Para algunos, el Acuerdo de noviembre de 2019 porta un mismo nivel de ilegitimidad que el proceso que culminó en la Carta de 1980, aunque por las razones opuestas: sostienen que la Constitución que nos rige ya se legitimó y que, a lo más, se necesitarían reformas específicas para calmar el vendaval desatado en octubre pasado. Lo que esta visión desconoce, sin embargo, es que la discusión constitucional no sólo es concreta o material, sino también simbólica e histórica. Es, repito, el origen espurio de la Constitución de 1980 el que ha impedido que los chilenos se sientan partícipe de una casa común.

Ahora bien, el maximalismo refundacional no es tampoco recomendable en circunstancias inciertas como las que enfrentamos. En ese sentido, defender la legitimidad y necesidad del Acuerdo de noviembre no quiere decir que una nueva Constitución (en caso de que gane el “Apruebo” en el plebiscito de octubre de 2020) o las reformas que se introduzcan a la actual Carta (si es que vence el “Rechazo”) deban partir de una hoja en blanco. Existen diversos y muy ricos canales de información (históricos, internacionales, de derecho comparado, etc.) que pueden ser llevados a la mesa cuando nuestros representantes se sienten a negociar los contornos del arreglo institucional.

Estamos, entonces, ante una encrucijada que puede llevarnos ya sea al inmovilismo reaccionario o a una refundación de corte revolucionario. En medio de ambas posiciones se encuentra el espíritu gradualista y continuista que caracterizó a los constitucionalistas históricos chilenos. Conocer su historia es un primer paso no para reinstalar el pasado en el presente, sino, como habría dicho el irlandés Edmund Burke, para reflexionar sobre aquello que todavía nos une con las generaciones que nos antecedieron (en Fontaine 1983).