La Segunda, 23 de diciembre de 2014
Opinión

El regalo de la seguridad

Leonidas Montes L..

Aunque no es tema navideño, es sorprendente e inquietante la inseguridad que se vive en Chile. Acabo de ver las imágenes de unos ladrones que roban una tienda en el exclusivo barrio Alonso de Córdova. Algún vecino los grabó. Pero al ver la filmación, uno queda con la extraña sensación de que, después del asalto, todo sigue igual. El hombre es un animal de costumbres y, al parecer, en Chile nos hemos acostumbrado a la delincuencia.

Con bastante frecuencia aparecen personajes conocidos que han sido asaltados. Recientemente fue el turno del juez Carroza. Un grupo de delincuentes entraron a su casa en Chicureo. Lo amenazaron y ataron a su esposa. Tuvo la valentía de dar una entrevista y compartir su experiencia. Y su valiosa opinión personal.

Hace siete años viví una experiencia similar. Fui acuchillado y amarrado con el cable de un celular mientras los ladrones registraban la casa y seleccionaban lo que se llevarían. Recuerdo los gritos ensordecedores preguntando por una caja fuerte que no existía. El número de garabatos superaba con creces a las palabras. Afortunadamente los niños, de uno y dos años, dormían.

Imagino que el juez Carroza sintió algo parecido. Hay que vivir un asalto para entender lo que significa. La pérdida material no importa. Es la sensación, esa sensación de ultraje y sus consecuencias. Ver lo propio revuelto —la cama con sangre, la ropa esparcida, el clóset desordenado y el hogar vulnerado— es casi como una violación. El atentado contra el hogar, símbolo íntimo de lo propio, es algo muy fuerte. También lo es el miedo que a uno lo persigue. Recuerdo haber pasado meses despertando ante el más mínimo ruido o movimiento. Es por eso que muchas víctimas deciden cambiarse de casa. En nuestro caso decidimos quedarnos y enfrentar la situación. Mejoramos las condiciones de seguridad. Subimos los muros e instalamos focos, cámaras y otros mecanismos preventivos. Pero mientras avanzaban todos estos arreglos, pensaba que terminaríamos viviendo en una fortaleza más que en un hogar.

Actualmente vivimos en un barrio en Chapel Hill, una pequeña ciudad en Carolina del Norte, a sólo unos 15 minutos de la Universidad de Duke. Nuestra casa está en un barrio muy tranquilo. Aunque hay límites de propiedad, no hay rejas ni divisiones que separen a las casas. Tampoco hay muros que separen las casas de la calle. Lo público da paso a lo privado. La casa está a la vista. Y generalmente los garajes están abiertos, con las bicicletas y los juegos de los niños descansando sobre el antejardín. Uno puede salir y dejar la casa abierta. El auto puede quedar afuera, sin pestillo. Y los niños se pueden quedar en casa, sin riesgo alguno. Qué diferencia. Si hasta Santa Claus puede repartir sus regalos con calma y tranquilidad. En Chile, en cambio, hasta el Viejo Pascuero tiene que andarse con cuidado.