Los errores del escritor peruano en su campaña presidencial deben servir de lección a la candidatura presidencial de Joaquín Lavín, la que parece alejarse de la gente para verse rodeada de políticos tradicionales y tecnócratas.
El 10 de junio de 1990, en segunda vuelta, Mario Vargas Llosa perdía la Presidencia del Perú. El escritor había irrumpido en la política peruana tres años antes criticando la nacionalización de la banca decretada por el gobierno de Alan García. Sus encendidos y difíciles discursos condenando esa política eran seguidos por miles de personas en todo el territorio peruano. Su popularidad en la ciudadanía alcanzó niveles significativos.
Menos de un año después de esa incursión era ungido por una coalición amplia de partidos y organizaciones candidato presidencial para las elecciones de 1990. A esas alturas parecía que sólo había que dejar pasar el tiempo para que el autor de «Conversaciones en la Catedral» ocupase el palacio presidencial. Se había instalado en la población peruana la idea de que la política de ese país tenía que renovarse y que Vargas Llosa encaraba esa necesaria transformación. Dos años después caía estrepitosamente en segunda vuelta por más de 20 puntos porcentuales frente a un aparecido en política.
¿Qué sucedió en dos años para que su suerte política sufriera cambios tan inesperados? En su libro autobiográfico «El pez en el agua», el escritor atribuye su derrota, entre otros aspectos, a la falta de experiencia y vocación política, la ingenuidad para creer que los peruanos votarían por ideas y las fuertes campañas de desprestigio de las que habría sido objeto. Sin embargo, su «ineptitud política» fue precisamente lo que los peruanos quisieron y sus ideas congregaban a muchos más ciudadanos que los discursos de los políticos más demagógicos. Por cierto la campaña fue fiera, pero no más que en otros lugares del planeta. Su mal desempeño se entiende más bien por su incapacidad y la de su círculo cercano para mantener una coherencia entre el discurso y la realidad. Las expectativas de los peruanos, de que estaban frente a una persona que iba a transformar la política de su país, se diluyeron en la medida de que los espacios en la campaña de Vargas Llosa comenzaron a ser ocupados, por diversas razones, por figuras políticas como Belaúnde y Bedoya. Éstas encarnaban precisamente esa política tradicional de la que los peruanos querían huir.
No tardó en cuestionarse la independencia que el escritor aseguraba tener y su voluntad real para conformar un gobierno inclusivo. En un país donde se observan fuertes desconfianzas entre diferentes grupos sociales y étnicos, tampoco ayudó mucho que Vargas Llosa apareciese rodeado casi exclusivamente de «blanquitos».
El recuerdo de esa experiencia no deja de ser relevante para la candidatura presidencial de Joaquín Lavín. Si bien éste se mantiene en una posición expectante para las elecciones de diciembre de 2005, su postulación ha perdido el brillo de los inicios. Por cierto es imposible sostener una candidatura perfectamente afinada por tanto tiempo, más aún cuando esa campaña de 1999 rayó casi en la perfección. Fundamental en esa campaña fue la cercanía que Lavín logró con la ciudadanía y que validó su mensaje de «preocuparse de los temas que le importan a la gente». Las imágenes de la televisión lo presentaban rodeado de grupos diversos de la población. Poco espacio había ahí para el mundo político. Las nuevas formas de hacer política y los anuncios de una selección nacional para hacer gobierno ganaban credibilidad.
Algo de eso, sin embargo, se ha perdido. No tanto en su gestión como alcalde y que seguramente contribuye a explicar la alta popularidad que aparentemente conserva en la comuna de Santiago. Pero la política actual es un mundo de imágenes y la televisión pasa la cuenta. Ahí aparece como un articulador político más. En su momento, los conflictos de la Alianza posiblemente eran perjudiciales para la suerte de su candidatura, pero en esas circunstancias Lavín no sólo no se separa de esa política que postula modificar, sino que transmite la impresión de ser el jefe de la misma. Su intervención, además, pone en la presidencia de los partidos a políticos de larga trayectoria e identificados con el régimen militar.
Ahora, las cuentas de Pinochet lo hacen aún más evidente. Surgen así inconsistencias entre el discurso y la acción, algo que inevitablemente mina el carácter, ese atributo que en política es cada vez más importante. Y cuando no está con políticos, Lavín aparece rodeado de tecnócratas, todos muy competentes, pero que parecen ejecutivos de grandes empresas. Desde luego, si se piensa que al frente tiene dos candidatas potentes, no deja de llamar la atención que en su círculo más visible las mujeres brillen por su ausencia. La pérdida de vínculos con la ciudadanía puede tener efectos devastadores para la candidatura de Lavín.