El Mercurio, 13 de agosto de 2017
Opinión

¿El valor de la educación o su mera utilidad?

José Joaquín Brunner.

La educación se desplaza así desde el eje del alma interior y la examinación de sí mismo, conducente al cultivo de virtudes humanas superiores vinculadas a la libertad…

Cada vez más, los discursos educacionales semejan recetas administrativo-burocráticas. Todo lo que importa tiene que ver con sistemas, organizaciones y su economía política. Cómo producir y distribuir el servicio educacional, y quién lo costea, aparecen como los puntos de referencia del debate público.

En cambio, atrás quedan las preocupaciones sustantivas de la educación; aquellas relativas al ideal humano que se persigue formar y a su figura cultural. En esto consistía, justamente, la paideia griega; el concepto filosófico de la educación que se halla en el origen de la cultura occidental.

Según Werner Jaegar, filólogo clásico alemán, fue el concepto socrático del fin (objetivo) de la vida el que en la antigüedad iluminó de un modo nuevo la misión educativa. Esta no debía consistir primordialmente en desarrollar ciertas capacidades ni en transmitir ciertos conocimientos. Su esencia era poner al hombre en condiciones de alcanzar la verdadera meta de su vida. Y esta, en la tradición greco-latina (y posteriormente cristiana) tiene que ver, ante todo, con el cuidado del alma, pues -como explica el filólogo- «el alma (socrática) es espíritu pensante y razón moral, y estos los bienes supremos del mundo». De allí que se diga: de qué sirve al hombre ganar el mundo entero, si en ese acto pierde su alma.

Por el camino de la paideia , en suma, la educación enlaza desde antiguo con la ética, con una formación cultural superior, con los anhelos de perfección y con los ideales de excelencia en una comunidad humana. Equivale a aspirar a la virtud, al dominio de sí y a la disposición de llevar una vida examinada.

En el neohumanismo alemán del siglo XIX, esta misma idea clásica se convierte en el principio filosófico de la Bildung, la superior educación de la interioridad humana. Según escribió una vez Wilhelm von Humboldt: «Aquel que, al morir, puede decirse: ‘He aprovechado tanto del mundo como me ha sido posible y lo he asimilado en mi humanidad’, ha alcanzado su objetivo…, ha logrado lo que se llama vivir en el sentido más elevado del término».

¿Por qué estos tópicos han desaparecido de las preocupaciones de quienes contemporáneamente piensan la educación y formulan políticas para ella?

Una interpretación plausible es que la educación ha pasado a ser parte de la creciente racionalización de las sociedades y la vida. Hoy se halla incorporada al sistema científico técnico de producción y control que rige globalmente a la humanidad. Esta misma, de ser un fin de la cultura se ha vuelto en un medio de la economía. Opera como capital humano en función de acumular beneficios individuales y colectivos.

La paideia posmoderna anhela, por lo mismo, a preparar «recursos humanos» como ideal de cultura. Una colección de competencias entretejidas en torno a los ejes de la competitividad y la flexibilidad para adaptarse y rendir en entornos cambiantes. Un agente infinitamente maleable, racionalizado él también en función de las necesidades del mundo.

La educación se desplaza así desde el eje del alma interior y la examinación de sí mismo, conducente al cultivo de virtudes humanas superiores vinculadas a la libertad, hacia la esfera exterior de medios y fines, estímulos y respuestas, incentivos y desempeños, costos y beneficios para el logro de un máximo potencial productivo. Las humanidades y las ciencias sociales de base hermenéutica pierden centralidad educativa y se transforman en sirvientas de la economía y las disciplinas CTIM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemática, conocidas por su sigla inglesa como STEM). Estas últimas dominan al transformarse en motor de combustión de la cuarta revolución industrial y se preparan ahora para programar el alma y automatizar la paideia.

En breve, una continua racionalización instrumental de la vida, combinada con una extrema individuación de las diferencias que hace de todo hombre/mujer una isla, completa en sí misma, trastocan las bases de los discursos educativos. Se les sustrae del ámbito regido por una racionalidad de valores e ideales humanos para ser trasladados al ámbito funcional de propósitos instrumentales. Se abandona la preocupación formativa del sujeto ético para asumir la prédica de los fines racional-utilitarios.

De allí en más, la educación se vuelve un medio orientado hacia los fines de la economía y la política. Pasa a determinarse por las fuerzas de los mercados y las burocracias, perdiendo su conexión vital con los ideales perseguidos por la cultura de la comunidad. A tono con la secularización moderna, se piensa que cualquier sentido formativo debe ser proporcionado por las ciencias positivas y el Estado.

Mas, ¿puede la educación desgajarse por completo de las preguntas sobre el cuidado socrático del alma?

Max Weber responde con palabras de Tolstoi a esta interrogante: «La ciencia carece de sentido puesto que no tiene respuesta para las únicas cuestiones que nos importan, las de qué debemos hacer y cómo debemos vivir» (M.Weber, La Ciencia como Vocación). ¿Puede reducirse la educación entonces a CTIM y a la racionalidad del cálculo instrumental? ¿Pueden dejarse de lado las humanidades y el arte, la filosofía y las religiones, la formación del ciudadano y el cuidado del alma, la apreciación estética y la poesía?

¿Acaso no se necesita devolver a la educación su capacidad de ordenarse con arreglo a valores y de prestar sus propios medios simbólicos para que podamos conducir vidas examinadas, tener acceso al pensamiento crítico y a gobernar nuestra existencia en función de ideales cultivados por la cultura?