Así comenzó, 12 años atrás, mi primera entrevista de trabajo. Fue tal mi sorpresa con la pregunta, que incluso pensé que no la había entendido. Hacía un par de semanas me había graduado de ingeniero comercial, por lo que pensé que se me consultaba el nombre de mi universidad. Pero no, efectivamente el entrevistador me consultaba por el colegio. Le respondí ingenuamente, sin inquirir el porqué del interés. Mal que mal, ¿cuánto podría importar el establecimiento? Tenía buenas notas y un título de una universidad de prestigio bajo el brazo. Pero con los años he entendido lo que realmente quería saber mi entrevistador. Con preocupación, además he visto que esa práctica se ha generalizado. Ésta tiene dos connotaciones, una social y otra económica.
Social, pues la pregunta típicamente abre la conversación en el sofisticado lenguaje de señales que maneja parte de nuestra sociedad, el cual no hablo, pero con el tiempo he aprendido a reconocer. Éste, el colegio -más que la universidad-, define tu clase social o, mejor dicho, a la que pertenecieron tus padres. Es de esas cosas que alguien del primer mundo no entendería, un reflejo de nuestra idiosincrática y permanente inequidad.
Pero además de ser reflejo de nuestro provincianismo, la creciente popularidad de la pregunta es sintomática de los graves problemas del sistema de educación superior. El colegio se ha hecho más relevante, pues la universidad lo es cada vez menos. El mercado laboral necesita información, y el colegio la brinda. Éste informa de la calidad de educación que recibiste, el manejo de otro idioma o la red de la que eres parte; todas dimensiones que afectan tu productividad. De allí su connotación económica.
Así, paradójicamente, la mala calidad de un sistema destinado a generar oportunidades ha acentuado la importancia del origen. Esto debe ser una lección para nuestras políticas públicas. Es irresponsable dar acceso sin preocuparse de calidad -ojo con la reforma a la educación preescolar-, no brindar suficiente atención a la regulación y fiscalización, presumir que la gente toma decisiones informadas sin brindar información, pensar que la competencia mejorará la calidad sin asegurar las mínimas reglas del juego.
Afortunadamente, se han realizado avances. Los cambios recientes en el sistema apuntan en la dirección correcta, y si bien algunos apuestan a echar por la borda los avances de tres décadas -¿cuál sería la alternativa?-, lo prudente es profundizar y no destruir los pilares del sistema. Eso, en último término, beneficiará a los miles de alumnos que apuestan a que el sistema de educación superior les permitirá alcanzar sus sueños.
Ojalá que con el tiempo se pregunte cada vez menos «¿En qué colegio estudiaste?». Ésta será la mejor señal de nuestro progreso económico y social.