La Nueva Mayoría y el bacheletismo, su expresión gubernamental, representan nítidamente una determinada “lectura” e interpretación del país, y un relato o narrativa que, por necesidad, hemos de concluir, han resultado desacreditados como guía y orientación para la acción.
Según se lee en Enrique IV, tras la batalla perdida, «una incurable sensación de derrota reina en el corazón de nuestros partidarios». (Shakespeare, Enrique IV, Parte II).
¿Quiénes son los derrotados?
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Por lo pronto, y en primera línea, la Nueva Mayoría (NM), cuya ilusión se había perdido hace rato. Sus partes venían desintegrándose casi desde su concepción como una alianza formada para acompañar a Michelle Bachelet en su regreso al gobierno. En vez de que la NM hubiese gestado en su seno un liderazgo, la coalición se creó a la sombra del carisma personal de su líder. El intento de instaurar a partir de una personalidad política fuerte y su equipo inicial de colaboradores —encabezado por el trío Peñailillo-Arenas-Eyzaguirre— un proyecto de largo plazo, anclado orgánicamente en una serie de reformas paradigmáticas, naufragó a poco andar al comenzar el segundo año de la administración.
Desde ese momento se volvió evidente que la NM carecía de cohesión ideológica, poseía una débil capacidad de gestión política, carecía de diseño estratégico, fallaba en aspectos comunicacionales y había sembrado ilusiones —en nombre de Bachelet— que no estaba en condiciones de cumplir. Tempranamente la Presidenta experimentó el fenómeno que Weber denomina de rutinización del carisma. Si este último es «la cualidad que pasa por extraordinaria de una personalidad y en consecuencia se le considera como jefe, caudillo, guía o líder», cuando se rutiniza, se extingue como tal.
Del carisma difícilmente nace una sucesión pacífica, pues por definición es personalizado y extra institucional. Su rutinización, en tanto, deja un vacío, pues a su sombra difícilmente emergen liderazgos sucesorios. En este esquema de poder presidencial, los propios partidos de la NM fueron perdiendo prestancia, influencia y capacidad de incidir. El gabinete se pobló de figuras «bacheletistas», de las cuales pocas brillaron con luz propia. La NM fue quedando en manos de unas redes generacionales más preocupadas del aparato burocrático y el recambio generacional que de su proyección ideológica en la sociedad.
Internamente, la NM careció de eje estratégico. Al disolverse el acuerdo PS/DC en medio de crecientes tensiones, y surgir en su reemplazo un polo PS/PPD/PC, donde sólo este último poseía una dirección consistente, el bloque bacheletista fue reduciéndose y debilitándose, como mostraban las encuestas y luego confirmó la elección municipal de octubre de 2016. Como señaló la prensa de la época, «el gobierno y la Nueva Mayoría han quedado muy mal parados». En cambio, «la centroderecha recuperó mucho terreno y sus dos principales partidos (RN y la UDI) lograron las mejores votaciones a nivel de concejales. También Evópoli sorprendió con una muy buena votación, en comparación con los demás partidos emergentes».
A pesar de las claras señales de que se iniciaba un cambio de marea en la opinión pública encuestada y electoral, la NM no tuvo capacidad de reacción. Profundizó su ensimismamiento político, aumentó la tensión interna del polo progresista con la DC, defenestró expeditamente a Ricardo Lagos —su líder con mayor influencia y precandidato del PPD— y el PS optó por proclamar a quien favorecían momentáneamente las encuestas, el senador Alejandro Guillier, forzando al mismo tiempo al PDC a designar su propio candidato.
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Guillier es el siguiente derrotado en esta batalla política, pues no fue un general de sus ejércitos, y su alto mando, igual que él, actuó confusamente. La NM, al no tener una líder carismática a la cual recurrir luego de apagarse el carisma presidencial, optó —tal fue la apuesta del grupo directivo del PS— por un candidato ciudadano, de estirpe laico-radical, y talante moderado y amistoso, para conducir a un ejército que se hallaba golpeado y con sus filas desordenadas.
La NM —y el PS/PC en particular— deben asumir la responsabilidad por la derrota, cuyo símbolo meramente sucesorio es el candidato Guillier y su contradictoria campaña.
Si la NM había perdido el rumbo ideológico ya hace años, cuando decidió restarle legitimidad ético-política y cultural a la transición democrática y la modernización capitalista del país (en su variedad chilena), ahora aparecía moviendo los hilos de una candidatura sin timón ni quilla ideológica. ¿Era el guillierismo una propuesta de continuidad o de cambio respecto de la administración Bachelet? ¿Representaba un giro hacia la moderación o la profundización de las reformas? ¿Buscaba aliarse programáticamente con el Frente Amplio o con la DC? Su tecnocracia, de corte más bien cepalina, ¿venía a radicalizar o a corregir las reformas iniciadas por el gobierno de Bachelet II?
El propio candidato no parecía tener claridad respecto de su propio rol, identidad y pensamiento. No llegó a estabilizar un lenguaje que lo representase a él, ni tomó decisiones sobre la marcha que dieran expresión a su más auténtica personalidad. Su campaña vaciló entre relatos encontrados, a veces opuestos, y nunca llegó a adoptar una interpretación correcta del estado de ánimo de la sociedad.
Sucesivamente, el candidato se proclamó primero como un portavoz ciudadano, alejado de la política y los partidos; luego, tras la separación de la NM con la DC, se convirtió en un progresista de izquierda, expresivo de las tesis del PS/PC; para finalmente, tras la contundente derrota de la prima vuelta, declararse continuador del discurso y las reformas bacheletistas. A partir de ese momento osciló un día hacia el Frente Amplio y al día siguiente hacia el centro; un día hacia el establishment de economistas de la antigua Concertación y, al otro, hacia el ex Presidente Mujica, representante de una izquierda pastoril.
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El tercer componente de las fuerzas, liderazgos e ideas derrotados el pasado 17D, junto con la NM y la campaña Guillier, es por cierto el gobierno Bachelet: su programa, trayectoria, gestión y resultados.
En condiciones normales, la alternancia en el gobierno es algo propio de las democracias liberales. Hay competencia entre un bloque que el gobierno saliente ancla a la historia y cuya obra sus herederos buscan proyectar mediante una sucesión de continuidad, y un bloque opositor que se propone interrumpir esa continuidad e instaurar un gobierno de nuevo signo programático e ideológico.
El gobierno existente, por tanto, es la clave de la cúpula del poder establecido, el que —en el caso de la administración Bachelet— aspiraba a una continuidad que, en sus propios términos, pudiese designarse como «estructural». ¿Qué significa esto?
Que dicha continuidad debía nacer de las propias reformas (estructurales) impulsadas por Bachelet, las cuales, se decía, inauguraban un nuevo ciclo histórico, introducían una ruptura paradigmática con las políticas anteriores (de la Concertación), habían producido una refundación de la sociedad (pasando de los mercados a los derechos sociales) y abrían un proyecto guiado por un «otro modelo», justificado por aspiraciones de igualdad, valores públicos y un estilo político atento a las demandas de la calle.
Nada de esto —resulta evidente ahora— pudo sostenerse más allá del breve período de una administración presidencial; sic transit gloria mundi. El proyecto-país imaginado y prometido, con sus ambiciosas ilusiones, fue un fugaz destello, un paréntesis, en el curso de la historia. Y pronto experimentó un duro encuentro con la realidad de la economía, la sociedad, la política y la cultura de estos años.
En efecto, el país creció apenas mediocremente por factores internos y externos; a esta altura da igual en qué proporciones. Hubo una engorrosa reforma tributaria, pero aun así aumentó el endeudamiento fiscal. La sociedad civil se sintió mayoritariamente ajena a ésta y las demás reformas, y no confía en sus resultados, como muestra el apoyo relativamente bajo que despiertan en la opinión pública encuestada. La gestión política de la Presidenta Bachelet y sus frágiles equipos fue consistentemente inefectiva. La pretensión misma del oficialismo de caracterizar a sus reformas como «contraculturales» revela que ellas despertaron más resistencias que lealtades, aunque en algunos casos sintonizaron con un clima más liberal y de autonomía individual.
De modo que al final del día, cuando comienza ya a extinguirse el período presidencial 2014-2018, el gobierno de la NM y la Presidenta MB han sido nítidamente derrotados en las urnas y en el campo del poder simbólico. Y deben dar paso a un gobierno que representa una diferente visión de mundo, el cual ofreció al electorado una alternativa crítica frente a la continuidad encarnada en el programa y la figura de Guillier.
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Por último, cabe decir que la política democrática contemporánea es siempre —además de una lucha por los votos y los cargos públicos, y por la asignación de los poderes institucionales a élites en competencia— una lucha de interpretaciones y relatos.
La NM y el bacheletismo, su expresión gubernamental, representan nítidamente una determinada «lectura» e interpretación del país, y un relato o narrativa que, por necesidad, hemos de concluir, han resultado desacreditados como guía y orientación para la acción.
Dicha interpretación y relato, en vez de asumir —con la tradición del pensamiento social desde Weber y Marx hasta la sociología contemporánea de Daniel Bell y Marshall Berman— que la modernidad capitalista democrática (en sus diversas variedades) genera un torbellino de contradicciones sociales y culturales, se detienen únicamente en los aspectos negativos y, por todos lados, detectan «malestares» intersubjetivos que amenazarían con hacer saltar el orden de estas sociedades por el aire.
Esa dialéctica negativa —que en Chile atribuye a los mercados y a las políticas socialdemócratas liberales o de Tercera Vía la suma de los malestares— conduce a un relato anacrónico de izquierdización. Uno que vuelve a poner su fe en los aparatos estatales y las funciones burocráticas, desconfía del individuo y su autonomía, exalta los sentidos comunitarios, imagina un futuro de derechos sociales universales y sin mediación del dinero, insiste en la supervisión y el control de las actividades privadas, cree en la administración de arriba hacia abajo mediante comandos y reglamentos, prefiere la estandarización a la variedad, y aborrece el lucro y las motivaciones competitivas. Paradojalmente, todo esto combinado con una exaltación algo posmoderna de la «libertad de elegir» en el ámbito de la cultura y los valores humanos, donde se entiende que «todo va» (free for all): voluntarismo del deseo, desinhibición y sospecha frente a cualquiera restricción o deber.
La enunciación de este imaginario como relato, y su reduccionista lectura subyacente de los malestares, no se hacen cargo de las reales contradicciones de la moderna cultura capitalista democrática. Esta situación ha terminado por derrotar a las fuerzas de centroizquierda alrededor del mundo, al quedar entrampadas en un discurso entre lastimero y rabioso, sin capacidad para reconocer las transformaciones experimentadas por la sociedad de clases media, el Estado regulador y evaluativo, y la estratificación de la cultura de masas.
Puestas en esa precaria posición, se ven amenazadas desde dos lados.
Por un lado, se ven confrontadas por diversas respuestas de derecha, entre las cuales —debe decirse con un mínimo de rigor— la respuesta liberal-comunitaria del «piñerismo» aparece como bastante razonable; en cualquier caso, alejada de los extremos de una derecha autoritaria tipo este-europeo y del nacional-populismo a la Trump.
Por otro lado, se hallan amenazadas por una variedad de nuevas respuestas de izquierda, antisistema y alternativas, como son los neopopulismos de democracia radical, los socialismos tipo siglo 21, y los movimientos político-sociales rupturistas del estilo Frente Amplio, que promueven una suerte de socialismo utópico pre-marxista. Estas fuerzas se preparan para ocupar los espacios que dejan libres las izquierdas socialdemócratas en retirada y/o disolución.