La Tercera, 12 de julio de 2015
Opinión

Es la política, estúpido

Leonidas Montes L..

Al margen del histórico y merecido triunfo de la Roja, algún día se escribirá la historia de lo que le pasó a Chile al inicio del segundo gobierno de Michelle Bachelet. Pero antes de esbozar una posible interpretación, algo de historia.

Adam Smith, el padre de la economía, era profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Glasgow, y su curso comprendía ética, economía política y jurisprudencia. La economía política, desde entonces, se mantuvo vinculada a las humanidades y a la política. Durante la revolución marginal, que se inicia a fines del siglo XIX, la economía política comienza a cambiar. Con el uso del cálculo diferencial se desarrollan conceptos importantísimos, como la utilidad marginal que permitió resolver el gran problema de la teoría del valor. El valor de un bien ya no dependía de la cantidad de trabajo, como pensaban Smith y Marx, sino de la utilidad marginal o del beneficio que reporta consumir una unidad adicional. Con esta simple intuición comienza un rápido camino hacia una economía más científica. Una economía que confía más en las matemáticas y en los modelos. Al final, una economía que se aleja de sus orígenes que la vinculaban a la filosofía moral. Pero no de la política.

La Universidad de Cambridge creó la primera facultad de economía en el mundo. Fue fundada en 1903 por Alfred Marshall, que era profesor de economía política. No es casual que se llamara Faculty of Economics and Politics. John Maynard Keynes era un gran intelectual. Y un gran político. Milton Friedman y Friedrich Hayek también estaban conscientes de esta virtuosa relación. Basta recordar la influencia de Friedman con su columna del Newsweek o su exitoso programa Free to Choose. Hayek, por su parte, no sólo fundó la Mont Pelerin Society en 1947, sino que solía repetir que un economista es sólo un economista, no es un buen economista.

En Chile, durante un largo y exitoso período, nos acostumbramos al sano y próspero equilibrio entre la economía y la política. Pero hemos oscilado. En el gobierno de la Unidad Popular se hablaba de la primacía de la política, donde la economía estaba supeditada, o era simplemente funcional al sueño socialista. Conocemos las consecuencias económicas de ese modelo. Después llegaron los Chicago Boys. Si bien el progreso que vivimos les debe mucho -basta ver lo que era Chile hace 40 años y lo que somos hoy-, se impuso una especie de primacía de la economía. Pero encontramos un balance o equilibrio virtuoso entre economía y política, entre las frías e ineludibles cifras y las demandas de la sociedad. Un balance que al inicio del segundo gobierno de Bachelet se puso en riesgo.

Los gobiernos de la Concertación valoraron y cuidaron ese sano equilibrio entre economía y política. Incluso, Michelle Bachelet, en su primer gobierno, confió en un brillante y joven economista. Y lo nombró su ministro de Hacienda. Andrés Velasco mantuvo la prudencia y la responsabilidad fiscal. Y lo que es quizá más importante, contuvo el desenfreno de la mala política. La saludable interacción entre economía y política nos permitió convertirnos, usando la metáfora de Sebastián Edwards, en “la estrella más brillante del firmamento latinoamericano”. Pero ese brillo se desvanece. Y es puesto en duda. Muchos en el extranjero se preguntan qué le está sucediendo a Chile. Algunos, incluso claman por qué se jodió Chile. ¿No estaremos acaso viviendo las consecuencias de la pérdida de ese virtuoso equilibrio entre economía y política?

No cabe duda de que el legado en cifras económicas del gobierno de Piñera, ya sea en términos de crecimiento, creación de empleos o inflación, fue excepcional. Pero algo pasó con nuestra política. Mientras Piñera rescataba a los 33 mineros, la Concertación estaba desorientada y confundida. Con el inesperado surgimiento del movimiento estudiantil, muchos políticos rápidamente, y quizá sin mayor reflexión, se subieron al carro de las protestas. En el furor de los eslóganes, nuevamente se les abrieron las grandes alamedas. El problema ya no era la calidad de la educación, sino el lucro. El problema ya no era el crecimiento, sino la desigualdad. El problema ya no era la propiedad privada, sino el malestar social. Este desacertado diagnóstico de nuestra realidad social y económica fue impulsado y promovido por los intelectuales y mecánicos de la retroexcavadora.

La Nueva Mayoría se subió a la ola estudiantil con un entusiasmo que descuidó o simplemente dio por sentada la buena salud de nuestra economía. Bachelet, ungida como la inmaculada redentora de la Nueva Mayoría, ya no quería a un Velasco. Eligió a (Alberto) Arenas y a otros devotos del programa. La reforma tributaria, por ejemplo, partió como una imposición política. Basta recordar la irreflexiva e irresponsable aprobación fast track en la Cámara de Diputados. Y ahora, pese a la dura realidad económica interna, pretenden hacer lo mismo con una trasnochada y anacrónica reforma laboral.

Desde la llegada de la Nueva Mayoría sólo hemos escuchado correcciones del crecimiento a la baja. Y lo más triste es que si las desilusionantes cifras han sido “made in Chile”, ahora sí que el panorama internacional puede empeorar. No hay reformas sin crecimiento, como sostuvo el ministro Valdés. Pero tampoco hay crecimiento con malas reformas y mala política. Esto último es fundamental. Sin una buena política, con una institucionalidad moderna, transparente y confiable, es difícil enmendar el camino hacia el desarrollo. Ni siquiera el esperado informe de la Comisión Engel escapó a la mala política. Fue anunciado con bombos y platillos, pero opacado por un ambiguo llamado al “proceso constituyente”.

Quizá ya no nos debe preocupar tanto el famoso eslogan “es la economía, estúpido”. Ahora nuestro eslogan parece ser “es la política, estúpido”. Esa mala política que conduce a la demagogia y al populismo. Vaya desafío republicano.