El Mercurio
Opinión

Esa frágil libertad

Leonidas Montes L..

Esa frágil libertad

La libertad en su sentido más amplio también se relaciona o, mejor dicho, nos protege de la violencia.

La libertad es un principio fundamental que vive momentos difíciles. Aunque damos por sentada nuestra libertad, una y otra vez surgen preocupantes señales de alerta.

Para los clásicos, el hombre libre, el ciudadano de la polis, no era esclavo. En términos muy simples, el hombre libre no dependía de otro. En el quattrocento surge nuevamente, y con fuerza, ese grito por la libertad. Son los albores del republicanismo, que entiende la libertad como independencia. Es libre quien no es dominado ni depende de alguien o de algo.

Ese clamor de los republicanos clásicos se conecta con los orígenes del liberalismo. El mundo moderno, al alero de ambas tradiciones, luchó por alcanzar la libertad de las personas. Muchas y diversas razones se esgrimieron para defenderla. Muchas vidas fueron ofrecidas en su nombre. Pero ese triunfo es frágil. Y su defensa, endeble.

John Locke (1632-1704) formula con claridad los principios liberales de “la vida, la libertad y la propiedad”. Esta trilogía no es casual. Si lo más importante es la vida, en seguida viene la libertad. Y el círculo se cierra con la propiedad, con lo propio que no es solo material. Vincular la libertad a la vida es evidente. Pero vincularla a lo propio tiene un sentido profundo. Atentar contra lo propio, ya sea la libertad de expresarse, la propiedad privada o el derecho a pensar distinto, es un camino conocido que conduce a la opresión. La libertad es el pivote que protege lo que es propio. Lo propio es resguardado por la libertad. Y la libertad protege lo que es propio.

Isaiah Berlin escribió que el concepto de libertad es muy distinto para un profesor de Oxford que para un pobre campesino egipcio. Si los académicos e intelectuales discutimos y elucubramos sobre la libertad, para una persona común su importancia disminuye ante las necesidades o amenazas más básicas. Sufrir los atentados contra la vida, contra lo propio, como ocurre en La Araucanía, no es lo mismo que pensar sobre la libertad desde un escritorio. Eso lo saben y sienten mucho mejor las víctimas.

Hemos sido testigos de muchos hechos de violencia. Pero también hemos visto una serie de iniciativas que atentan contra la esencia de la libertad. Con sorpresa escuchamos a Daniel Jadue proponer un Ministerio de Comunicaciones y una eventual estatización de medios. Con pasividad nos tragamos el negacionismo, ese descabellado artículo que la Convención Constitucional le dejó a su Comité de Ética. Ante ese puñado de palabras que permiten acusar por omisión o por minimizar cualquier expresión que atente sobre lo correcto, el Ministerio de la Verdad de Orwell parece una realidad no tan distante. Poco a poco nos acostumbramos a dejar pasar estas y otras señales sin aquilatar lo que hay detrás.

La libertad en su sentido más amplio también se relaciona o, mejor dicho, nos protege de la violencia. La violencia contra la propiedad —y para qué hablar de la vida— atenta contra nuestra libertad. Por eso es muy peligroso justificar la violencia como un medio para un fin. Por eso mismo no hay artilugios de la razón que permitan amparar una excepcionalidad para la violencia.

Sin embargo, justificar intelectualmente la violencia no sorprende tanto como la pasividad o indiferencia de diversos actores. En una reciente entrevista, Carlos Peña, un liberal de tomo y lomo que ha escrito con lucidez y valentía, enrostró a los académicos. Encerrados en nuestras torres de marfil, atentos y distantes, observamos cómo se justifica la violencia y se amenaza la libertad, cómo se ignora la realidad y se ensalza el ilusionismo. Con buenas razones, Isaiah Berlin distinguía entre las preocupaciones de una persona común y las de un intelectual. La libertad en la vida cotidiana es más simple y frágil que en el mundo de las ideas. Y eso se ha manifestado con fuerza en la competencia electoral.