OPINIÓN / El Mercurio
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Esa pesada noche

Leonidas Montes L..

Esa pesada noche

Nuestras marchas se han caracterizado por la ausencia de banderas de partidos políticos. Ni siquiera el martillo y la hoz sobre el rojo fondo del PC asomaron por las calles.

Vivimos una crisis social compleja. A diferencia de las marchas de 2011, no hay liderazgos. Hoy son miles de demandas individuales esparcidas en multitudes. Algunos vibran con el contagio de lo colectivo. Otros destruyen. Sabemos que tendrá un costo económico inconmensurable. Y consecuencias políticas impredecibles.

En este mar de incertidumbre que se disfraza de certezas, donde ser dueño de la verdad se ha convertido en un ejercicio habitual, donde los egos emergen al ritmo de la calle, pienso en la ira, esa pasión que ha sorprendido al país y al mundo.

El año 2007, Peter Sloterdijk, después de las revueltas en Francia del año 2005, publicó Ira y Tiempo. Su tesis es que los partidos políticos fueron bancos de ira que gestionaban los capitales de odio y venganza. El deseo de eliminar la injusticia, lo indigno o la desesperanza se depositaba en los partidos. Pero la nueva realidad social altamente subjetiva y dispersa, nos dice Sloterdijk, ya no nos permite depositar la ira en los partidos. No hay bancos para la ira. Tampoco intereses. En otras palabras, no existiría la esperanza del sueño colectivo.

Nuestras marchas se han caracterizado por la ausencia de banderas de partidos políticos. Ni siquiera el martillo y la hoz sobre el rojo fondo del PC asomaron por las calles. Y la razón es simple: solo el 1% de los chilenos, según la última encuesta Bicentenario, confía en los partidos políticos. Los partidos, como banca de la ira, estarían en bancarrota. Hoy no pagan intereses. Tampoco hay muchos depositantes.? Ante esta crisis, solo la unidad de los poderes permitirá canalizar o encauzar la ira. En estos momentos de angustia cívica, debemos pensar en nuestro querido Chile, en el crucial dilema que enfrentamos para salir de este nudo que no puede ser gordiano. Este martes llegamos a ese punto donde el poder de los partidos políticos de oposición se abalanzó contra el presidencialismo.

Partamos por lo más básico. Detrás de la aparente alegría en las marchas se esconde y refugia una cruel ola de violencia, terrorismo y destrucción. Los ciudadanos han estado expuestos al síndrome anárquico. Sin Estado de Derecho, no hay libertad ni propiedad. Y en el extremo, tampoco vida. En lo más fundamental, nuestros representantes no han sido del todo claros con el imperativo de condenar la violencia para mantener el orden democrático: asegurar el Estado de Derecho, la vida de las personas y la propiedad pública y privada.

Pero lo peor es que la democracia que tanto costó recuperar está en peligro. El acuerdo suscrito hace dos días por los partidos de la oposición fue un golpe contra los principios de nuestra institucionalidad democrática. El texto no solo pretende dejar al Presidente en una situación límite, sino que pone en tela de juicio la democracia representativa. El acalorado y precipitado acuerdo aspira a interpretar a la calle, estableciendo “por la vía de los hechos” el proceso correcto. Y el Congreso, avergonzado y sobrepasado por la calle, permaneció impávido, a puertas cerradas. Ojalá la clase política —víctima de un incomprensible solipsismo— entienda todo lo que está en juego. Es momento de que las cabezas frías de la oposición acojan el llamado que hizo el Presidente de la República esa pesada noche del martes.