El Mercurio, 3 de julio de 2016
Opinión

Ese cuidadoso refinamiento

Ernesto Ayala M..

Comentario de The Witch. Dirigida por Robert Eggers.

Es cerca de 1630, los peregrinos puritanos del Mayflower llegaron a Nueva York hace poco más de una década y la cinta abre con una severa reunión de puritanos, en que a uno, un padre de familia, que luego conoceremos como William (Ralph Ineson), se le solicita regirse por las prácticas de la comunidad. Él, sin embargo, contesta que solo obedece a Dios. La reunión termina con la expulsión de William y su familia de la comunidad, quienes en la siguiente escena abandonan «la plantación» en una destartalada carreta, mientras las puertas se cierran a sus espaldas.

«La bruja» luego muestra a esta familia instalada en un claro, junto a un bosque, pero las cosas no andan bien. Es un mundo duro, frío, sucio, inhóspito. La cosecha es paupérrima, desaparece un hijo de pocos meses en extrañas circunstancias y la familia comienza a tener conflictos internos. Los actos del padre o la madre parecen sometidos a pequeñeces que, por humanas que sean, no conversan con el discurso cristiano que declaran con tanta convicción. Por mucho que invoquen a Dios y su misericordia, Dios no aparece por lado alguno.

Comercializada quizás equivocadamente como una cinta de horror, «La bruja», el primer largometraje de Robert Eggers, sí califica como cine fantástico. Sin embargo, su énfasis, más que en lo sobrenatural, está puesto en la atmósfera y la fotografía. Antes de dirigir, Eggers fue director de arte y diseñador de producción, y este pasado se nota. No es que la película esté sobrevestida o sobredecorada, pero es extremadamente cuidadosa en sus imágenes. Prácticamente toda la cinta está retratada con luz natural, pero el uso de velas, de habitaciones de ventanas pequeñas y de un invierno seco, de luz horizontal, le permite armar encuadres de gran dramatismo visual, lleno de claroscuros, muy cerca de los cuadros que Caravaggio había pintado algunas décadas antes del viaje del Mayflower. En ese sentido, «La bruja» revela una intensa concepción del estilo, muy superior a la película promedio y lejísimos de una típica cinta de terror.

Este cuidado estético tiene un paralelo en el uso del diálogo, donde los personajes hablan en el inglés del siglo XVII. Ello permite giros, articulaciones y resultados muy sabrosos, que permiten transmitir por momentos muy claramente la manera en que estos primeros habitantes de Estados Unidos concebían el mundo y las relaciones.

Eggers, no hay dudas, sabe armar un mundo y sabe también narrar. Las piezas se van montando cuidadosamente y la cinta acumula tensión, extrañeza y agobio.

Ahora, dicho eso, no es tan claro el por qué de todo esto. Cuando la cinta mejor funciona en términos emocionales es cuando Thomasin (Anya Taylor-Joy), la hija mayor de la familia, adolescente, comienza a ser el centro del conflicto familiar. Ahí hay algunos apuntes respecto a que su reciente calidad de mujer hecha y derecha, joven y lozana, representa una amenaza para la madre y un bicho raro para los dos hermanos menores, unos odiosos mellizos. El despertar sexual también existe en Caleb (Harvey Scrimshaw), hermano que sigue a Thomasin. Ahora la cinta no alcanza, ni de lejos, a configurarse como una exploración a través de las neblinas sexuales de la adolescencia. Porque de manera muy parecida, también contiene varios apuntes sobre cómo el orgullo de William condena a su familia a la tragedia, en sintonía con la moral de la tragedia griega. Súmese a eso que en el último tercio de la cinta, ella se entrega abiertamente a los ritos más propios del montaje y sangre de una cinta de terror convencional, algo que ya se había anticipado en un uso algo predecible de la música incidental. Todo esto para decir, en el fondo, que la elegancia con que la cinta está concebida y armada se siente, a las finales, algo descentrado, sin una dirección o una intención clara más allá del refinamiento en sí, lo que lo hace algo vacuo y deja al espectador vagamente desorientado al terminar la cinta.

The Witch.
Dirigida por Robert Eggers.
Con Anya Taylor-Joy, Ralph Ineson, Kate Dickie y Harvey Scrimshaw.
Estados Unidos, 2015.
92 minutos.