The Clinic, 25 de mayo de 2016
Opinión

“Esta vida te pega en el hocico y te patea en el suelo, pero es muy buena”

Ernesto Rodríguez S..

«Nunca he tenido un discípulo, lo que he tenido son amigos. Yo no soy un profesor, eso tenlo claro. Estoy disfrazado de eso, pero soy un torrante que se coló en el sistema, un agregado al rol.»

por Daniel Hopenhayn

Nunca ha escrito un libro ni tiene título universitario, pero ha estimulado a lectores de varias generaciones y lleva 54 años haciendo clases en la UC. ¿Clases de qué? No está claro. «Yo apoyo una pata en la poesía, la otra pata en la filosofía y hago mis faramallas», dice Ernesto Rodríguez, que a sus 86 años dice estar jugando los descuentos pero se comporta como quien recién entra a la cancha. Le acaban de hacer un homenaje en el CEP, donde hace tres décadas organiza conferencias que mezclan a católicos y marxistas, economistas y poetas, ante públicos igualmente diversos. Sus alumnos y amigos le han hecho fama de contagiar su entusiasmo a cada persona que tiene cerca, pero la chapa de «maestro choro» lo saca de quicio. Acá habla de educación y de política, de la amistad y de lo sagrado en una época que ha perdido «la calidad de la respiración». Pero también confiesa las trancas que, pese al impulso liberador que intenta ofrecer a los demás, lo han inhibido a él de construir su propia obra.

Hace un par de años, Ernesto Rodríguez se cayó «por huevón» a la salida de un taller mecánico, accidente que pudo ser fatal y lo dejó con una pierna rota. Ahora se mueve con bastón y no pierde ocasión de maldecir su cojera y su dolor articular, pero se niega a quedarse en la casa. «Vengo llegando de Buenos Aires, estuve tres días caminando. ¡No debería! Además, en el duty free del aeropuerto se pusieron a tocar un bebop y me puse a bailar altiro. La loca de mi nieta me filmó», cuenta en su oficina del Centro de Estudios Públicos (CEP), donde al fin sus ciclos de conferencias tienen un nombre que le gusta: «Crítica y Celebración».

Porteño y católico de nacimiento, hizo el colegio en los Padres Franceses y luego estudió –o hizo como que estudiaba– Derecho en la UC de Valparaíso. Jamás se tituló, pero dio clases en esa casa de estudios hasta que las autoridades delegadas por la dictadura le bajaron el pulgar. Lo que nunca le quitaron es su clase semanal en Santiago, en Arquitectura de la UC. «¡Ahora hasta me dieron un curso de Ética! Es totalmente inconveniente, porque lo que yo hago es muy nietzscheano. Pero también es cristiano. Yo creo que las dos cosas se pueden encontrar».

¿De qué hablas en tus clases? ¿Qué quieres que tus alumnos capten?
–Yo te diría que es una especie de impulso, de impulso liberador: atrevámonos a vivir, esto es bueno, es potente, hagámoslo. De eso estoy convencido: estar en este mundo no tiene explicación, pero es bueno. Y si uno lo hace bien, termina siendo cierto que es bueno. Entonces, yo apoyo una pata en la poesía, la otra pata en la filosofía y hago mis faramallas.

¿A través de qué ideas, por ejemplo?
–Por ejemplo, esta idea muy potente en Heidegger que tiene que ver con el entusiasmo del desvelamiento. Que de repente el mundo ¡paf!, se abre, y tú lo ves, ves las cosas directamente. A eso Proust lo llama un instante de tiempo en estado puro, o la aparición de la eternidad en el presente. La poesía siempre trata de buscar cómo la eternidad, para decirlo en las palabras de Blake, está enamorada de los frutos del tiempo. Anguita lo dijo en una imagen preciosa, en un artículo muy loco que escribió sobre poesía: «Eternidad-tiempo, eternidad-tiempo: rayado por estas dos alternas rayas, una hermosa cebra es el hombre». Esta idea de que la eternidad está en el tiempo para mí es muy potente a estas alturas de la vida… Ya me queda poco.

¿Qué edad tienes?
–86 y medio. Estoy jugando los descuentos, esa es la verdad. Pero fíjate que, aun siendo católico, no tengo ninguna preocupación por si va a haber otra vida o no. Esto ha sido demasiado bueno, demasiado potente. Es muy duro, esta vida te pega en el hocico y te patea en el suelo, pero es muy buena. Ahí tengo una especie de materialismo que me empareja, creo, con Aristóteles y con Marx. Platón piensa que lo bueno está más arriba, pero Aristóteles dice «no nos hagamos los lesos, lo bueno también está acá». Esa es la experiencia central, digamos, que he ido madurando a través de los años.

La filosofía y la poesía tienden mucho a constatar lo fatal, lo irrecuperable. Tú las tomas por el otro lado nomás…
–No, no, son las dos cosas. Al final, es lo que dice Hölderlin: «En vano he buscado por todas partes la alegría, y he aquí que la he encontrado en medio del dolor». Esa es la idea que tengo de lo sublime: el momento en que tú lloras y ríes simultáneamente de pena y de alegría. Eso existe en la vida, y es muy frecuente en la música. Porque la vida es inseparable del dolor de ser. Ese cuento de que podemos ser felices es mentira, la huevá es dura. ¡Pero es muy buena! Como pasa también con los amores, ¿no? Yo tuve 50 años muy buenos con mi mujer, pero si tú mostrabas los índices objetivos, no era tan perfecto. Pero in the whole, como dicen los gringos, era demasiado bueno. Entonces tú no puedes decir «es que faltaba esto». No, era muy bueno, y sabíamos que era bueno y nunca hablamos de eso. En mi familia nunca nos decimos «te quiero», no nos sale. Es claro que es así, nomás.
Pero vivir es una herida abierta, vas siempre en pelota.

¿Crees que la aspiración a ser felices nos ha quitado tolerancia al dolor?
–Sí. Pegarse en el dolor siempre fue malo, pero ser duele y eso no se quita. Y cuando llega el golpe, tú lloras a gritos. Cuando se muere un gallo y deja tres hijos chicos, y el cura dice en la misa «el papá está más cerca que nunca de ustedes», eso es mentira. O cuando un gallo dice «no, estoy feliz, mi hijita ahora está en el cielo», tampoco es real. Con mi mujer perdimos una hija, eso no tiene explicación.

¿Y esos golpes nunca te botaron?
–No, no me botaron. Creo que ahí tengo una mezcla de falta de sensibilidad, de cuero duro, y de una reciedumbre que me puede venir por mi lado genovés. Mi madre era muy fuerte, y tampoco tuvo una vida fácil. Entonces, yo pienso que esta manera de pararse en la vida se puede transmitir. No enseñar, no se puede enseñar nada, pero se puede transmitir. De repente alguien me dice «oiga, usted me hizo clases el año tanto, ¡no me puedo olvidar de una cosa que dijo!». Pero yo no enseñé nada, hablo no más, me entusiasmo y ¡paf!, me derramo en eso. Sé que es eso así y por eso puedo decirlo. Y no te imaginas con la alegría que voy a hacer clases. Para mí es una fiesta.

¿Por qué tanto?
–Porque todo el dolor que tengo de ser, fuuu, se suelta ahí. Llegar y ver a la gente me hace decir «ya, aquí estamos». Ese sentimiento fundamental de que no estamos solos, ¿no? O sea, la amistad. Yo creo que en una época que ha perdido el cuidado por lo humano, que sólo cree en la explotación inmediata de todo, las conversaciones entre amigos son bolsones de resistencia. Mira, yo fui rector de un colegio a los 25 años y jugábamos rugby, después fui dirigente de rugby: quince tipos por lado que pelean como locos. Y estos huevones, que van a terminar siendo ingenieros comerciales, no saben que esa corrida que hicieron, ese try que celebraron como amigos, es posiblemente el mejor momento que van a tener en su vida. Eso es la amistad. En todo caso, ahora que estoy viejo para mí lo más importante en la vida no son mis amigos, son mis amigas.

¿Ah, sí?
–Sí. Con las que no llego muy lejos, pero el impulso amatorio no te lo pueden quitar. Ellas pueden cerrar la puerta y generalmente la cierran, sobre todo si tú eres 35 años mayor. Al final te dicen «ubícate, poh». Pero el canto bajo la ventana con las mandolinas, eso no me lo quitan. El estado del entusiasmo. Tú sabes que la raíz etimológica de «entusiasmo» es «poseído por un Dios». La sensación insuperable de estar en medio de la vida, y por eso la música. Yo tenía veinte años cuando un matrimonio mayor me convidó a su casa y me dijo «esta cuestión te va a gustar». Y me ponen un quinteto de Schubert, un cuarteto con un cello agregado. Fue tan tremendo que yo salí de la casa caminando como loco, en un estado de exaltación, de felicidad y de llanto gigantesco. Si un día me muero, me gustaría que tocaran un impromptu de Schubert, esa es la despedida. Y el último gran músico que he encontrado, aunque no soy muy jazzista, es Thelonious. Pero también me gusta mucho la música liviana.

¿Qué música?
–Una que me gustó desde chico, porque siempre he sido muy snob, de un snobismo británico, es la música americana e inglesa de los años 30. Cole Porter, «Night and day» [tararea un rato la melodía]. Uh, me vuelo, los bailo solo.

Te gusta el baile.
–Me gusta el baile. Es que me gusta el hueveo. Hay una parte de mi vida no lograda, que fue la farra.

¿No fue lograda?
No, la farra no fue. Cortar los tapones, una partusa gigantesca… No, eso no fue.

DE NIETZSCHE A LOS EMPRESARIOS

Nietzsche fue muy importante para todo lo que vienes hablando.
–¡Absolutamente! Si me preguntan «¿cuál es tu pensador?», Nietzsche, de todas maneras. Fue central en tres momentos de mi vida: a los 18 años, a los 40 y a los 70. Y siempre por lo mismo: es un gran liberador.

¿De qué?
–De la idea de que la vida es un deber, o una fatalidad, una falsa promesa. «No, la vida no me ha engañado», dice en un aforismo precioso que se llama «In media vita». Y dice que su gran liberador fue el pensamiento de que la vida no es una obligación, sino una oportunidad de encontrarse. Cuando leí eso, uff, me encontré conmigo mismo, «aquí estoy yo». Y sigo con él, Nietzsche y Cioran son mis amigos.

¿Qué tomas de Cioran?
–Cioran es despojarse de todo: desvestirse, des, des, des, quedarse en el puro cuero, de tal manera que no te cuentes cuentos. Porque tenemos una máquina para contarnos mentiras. Todas estas especies de nuevas revelaciones esotéricas, ¡¿de qué me están hablando?! Yo no sé si estoy reencarnado o no, ese no es mi asunto. Estoy en este tiempo y vivirlo es LA oportunidad. Entonces, ¡no te compres un cuento armado! Lo que tú puedes hacer es atravesar el puente, pero ese atravesar el puente es tuyo. Una vez, un alumno le contó a Wittgenstein que se había hecho católico, y Wittgenstein, que era de origen católico, le dijo: «Ya, me alegro, pero ahora usted verá qué hace con el traje que se ha comprado». Eso es. Bueno, Nietzsche es el pensador religioso más importante de la modernidad, lejos

Se lo suele tomar como el sepulturero de la religión.
–Lo importante es que cuando él dice «Dios ha muerto», está diciendo que también ha muerto el hombre que se había construido como su contraparte: se acaban los viejos valores humanos y quedan sólo unos gallos que quieren entretención, lo que estamos viviendo ahora. Y Heidegger –un viejo de mierda, pero gigantesco– fue el que mejor entendió que, a partir de ese momento, todo se convierte para el hombre en un recurso disponible para ser explotado, incluido él mismo. La gran discusión hoy día es cómo pasamos de la explotación al cuidado, de nosotros y de la tierra. En eso, los ultramonetaristas y los comunistas han sido iguales, no les importa nada explotar y destruir.

¿Le ves alguna vuelta a eso?
–Va a ser muy difícil, porque hemos entrado en esta sociedad inmediatista que quiere todo ahora, ¿no? Desde el gallo que quiere comprarse el último auto a los estudiantes que quieren terminar con el capitalismo mañana. No hay ningún camino, ninguna pausa para pensar cómo se puede llegar a algo. Sloterdijk dice que esta época es pornográfica, en contraste con el erotismo: el desnudo inmediato, la satisfacción inmediata de tu deseo. En definitiva, la ausencia total de pudor, de cuidado con la vida humana.

Tú tienes amigos jóvenes muy de izquierda y en el CEP tienes contacto con la derecha conservadora. Son mundos que casi no se vinculan. ¿Dónde los juntas tú?
–En la amistad. Deja acordarme de la poesía de nuevo, yo funciono con estas cuestiones. Hay un poema de Hölderlin, al final de su vida, en que dice más o menos: «Abierto con todos, entre todos. Si no, ¿cómo podrías decirle a cada uno su propio Dios?». Porque todos lo tienen, sin duda. Si tú dices «comunacho» o «cuico culiao» pones una categoría externa, pero detrás de eso hay un gallo, y ese gallo se puede encontrar. Eso es muy potente, reconocer lo que hay en el otro. Por eso me gusta mucho estar en la calle, mirar a la gente. De repente pasa alguien que va apesadumbrado, de repente pasa una flaca neurótica fumando, de repente pasa una mujer con un culo que ni te cuento, de repente pasan dos gays que se van queriendo en la calle… Pucha, todo eso me entretiene mucho. Entonces, yo almuerzo con millonarios y con jóvenes del Frente Amplio que quieren botar el capitalismo. Y si puedo juntarlos, los junto. Y si los puedo curar, los curo.

¿Qué piensas de la derecha chilena?
–A ver, hablemos de dos grupos de derecha: los políticos y los empresarios. Entre dos males, me quedo con los empresarios.

¿Por qué?
–Porque a última hora, pueden jugar: si pueden meter la cuña, la meten, pero si tienen que retroceder, entienden ese juego. En cambio, entre los políticos de derecha te encuentras con tipos espantosos. Y creo que ahora estamos en un momento político muy malo. Lo que promete Piñera es la misma lata de siempre: una administración eficaz, el país ordenado, como si eso bastara. Y después tenemos esta coalición de gobierno que se desarmó entera. Yo sé que hubo buenas intenciones, ¿pero cómo a esta señora se le ocurre que con Peñailillo y Arenas iba a poder meterle el dedo en la boca a la derecha? ¡Estás loco! Y por otro lado, la gritería del Frente Amplio. Boric, además de estar más feo con ese corte de pelo, se volvió loco, no puede parar de gritar. Le preguntan cómo piensa hacer las cosas y responde «¡no sé, pero hay que hacerlas, aaagrgag!». Así que no veo nada. Si tuviera que optar entre Guillier y Piñera, quizás vote nulo. Y el pobre hombre que está viejo, yo simpaticé con él hasta el final…

¿Lagos?
–Sí. ¿Cómo se convierte Lagos en un ser abominable? Por decir que hay que ponernos de acuerdo para construir algo hacia unos 15 o 20 años, pasa a ser un viejo de mierda. Yo creo que hoy, cuando el capitalismo ya mostró la hilacha y el comunismo ni hablar, ponernos de acuerdo va a requerir mucha sensibilidad, y en Lagos veía algo de eso. Pero no encontró el lenguaje. Por eso es notable lo de Macron, porque supo montar un mono más moderado. ¡Si la vida es lenta! Esta es una época mala porque se ha perdido la calidad de la respiración. Hay toda una riqueza en acercarse al objeto del deseo, pero no, «¡ahora!». Es como una masturbación gigantesca, ¡pum, pum, pum! Entonces no queda nada.

Dijiste en un artículo que a los empresarios hay que tratarlos como a una yegua porfiada.
–Ah, sí, por una yegua que tuve yo, la Candelaria. Muy potente la yegua, manso animal. Pucha, la Candelaria me salvó la vida…

¿Cómo?
–Me la salvó dos veces. Una vez íbamos subiendo una pendiente muy empinada, había llovido recién, y el empleado mío, que iba más abajo, me grita «¡Don Ernesto!», porque vio que se caía de espaldas y me aplastaba. Entonces le pegué una apretada, la yegua pegó un relincho y salió afuera de milagro. «Don Ernesto, yo pensé que estaba muerto», me dijo el gallo. Y otra vez, quedamos empantanados en un fango de arcilla que tapó a la yegua hasta la cabeza. Yo le pegaba tirones con las riendas, nada… Y de repente juntó fuerza y ¡pum!, salió, no sé cómo. Nos fuimos corriendo pa la casa. Esa yegua fue muy importante en mi vida.

¿Y por qué hay que tratar a los empresarios como a la Candelaria?
–Porque yo aprendí a andar a caballo con ella, pero la yegua era porfiada. Y el gallo que me enseñó, me dijo: «A un caballo fuerte no hay que tirarle las riendas, porque hace más fuerza. Hay que ser manos de fierro: sin tirar, pero sin aflojar». Eso hice, y al final ella obedecía. De repente me miraba y pegaba unos relinchos, «arrrg», pero logramos tener una relación: ella quería salirse con la suya, yo le marcaba los límites. A los empresarios hay que tratarlos así, ese lenguaje lo entienden. Hay que ponerles un árbitro que los domine, que no sea cómplice de ellos, pero que tampoco los odie ni les quiera quitar su fuerza. De repente les ponen unos inspectores socialistas que los huevean, les tocan el pito: «¡no hizo esto!, ¡no hizo esto otro!». Así no los dominas.

LA EDUCACIÓN

Creaste un colegio en Viña cuando tenías 25 años.
–Sí, fueron años muy felices. Era un colegio fundado en la poesía, el curso central era el de Poética: San Pablo, Hölderlin, Platón, Heidegger. Lo pasábamos muy bien y nunca hubo problemas de disciplina, porque había alegría. Fue la primera vez que manejé un buque. Yo tuve la suerte de viajar varias veces en buques mercantes ingleses, porque un amigo mío exportaba fruta y me conseguía embarque. Y para ellos era muy importante si un buque era o no un «happy ship». Y eso, decían, depende del capitán. Ahora, de repente me sacan de quicio porque me comparan con una película abominable.

¿Cuál?
–La de Robin Williams, «La sociedad de los poetas muertos». El profesor de los sueños, el maestro choro. Eso me revienta, creo que la última miseria humana es ser un maestro choro. Más bien creo en la severidad, pero sin arrogancia. Si tú tienes un puesto de responsabilidad, tienes que ser verídico. Si algo no corresponde, tienes que decir «no, eso no».

¿No tuviste más experiencias en colegios?
–Sí, estuve 16 años yendo a almorzar al Grange todos los miércoles. Y cada tanto juntaba a 100 o 150 alumnos, convidaba a alguien o hablaba yo. Oye, aplaudían, gozaban. De repente me llega una carta: «Deseándole el mejor éxito, prescindimos de sus servicios». Claro, les desordeno el cuento. No por ser marxista, sino por decirles a los jóvenes «atrévanse a ser lo que son, no están obligados a ser ricos. Si les gusta la música, bueno, pueden ser violinistas, y si no son los mejores violinistas del mundo puede que toquen en una orquesta en Curicó, segunda fila, pero puede ser maravilloso, se van a emparejar con una mujer que les guste y van a vivir en Curicó tranquilos». Decir eso en Chile es sinónimo de echar a perder a la gente. Antes, por ejemplo, había una dignidad de ser obrero. Yo tengo grabada la imagen de un obrero de bigote y su mujer, de unos 60 años, caminando de la mano por Eliodoro Yáñez con Providencia. ¡Con qué orgullo de ser lo que eran! ¡Si se puede ser lo que uno es! No estamos condenados a ser insaciables.

¿Por qué no terminaste Derecho?
–Porque no estudiaba, nunca pude tomármelo en serio. Ayer leí un artículo muy bueno sobre un grupo de intelectuales norteamericanos que tienen menos de 40 años y han descubierto que la universidad es la muerte. Ellos son de izquierda y saben que no van a hacer la revolución, pero dicen «esta cuestión no la tragamos». Yo he visto tipos muy inteligentes, de una tremenda honradez intelectual, que están sofocados en la universidad, tristes, preparando cuestiones de Conicyt para no perder la pega… una tortura.

Te frustran esas cosas.
–Sí, sobre todo cuando lo veo en gente joven. Y cuando veo cómo hombres y mujeres, sobre todo los hombres, bajan los remos al corto plazo. A los 25 años ya están cagados y empiezan a hacer una vida aburrida, y les transmiten eso a sus hijos, los mandan a colegios aburridos. Se instalan con sus señoras, se hacen una piscina, les compran triciclos a los niños… Pero ahí también cantan los angelitos de repente, no te puedes reír de eso así no más.

MISAS DE VERDAD

¿Es verdad que estás en una etapa mística de regreso al catolicismo?
–No. Siempre he sido católico porque ahí me tocó nacer, pero no me trago el cuento, ni voy a misa. Las religiones han sido una manera de abrirse a lo inexplicable, ¿no? Dios es el nombre de lo que en definitiva no tiene nombre. Hay tipos que están felices porque se acabó Dios. Olvídate, es el puro nombre. La pregunta no es si Dios existe, porque existir es estar expuesto al viento. Pero el viento es otra cosa, y con eso las religiones arman algo. A mí me tocó el cristianismo.

¿Te gusta?
–Es muy potente. Creo que el encuentro de la eternidad y el tiempo en Jesús, que es Dios y hombre a la vez, es insuperable. Y es el último gran mito que ha existido. Está decaído, desplumado, pero pucha que ha durado. Y después está la idea de que si tú quieres ganar el partido lo vas a perder, pero si estás dispuesto a perderlo por amor a los demás, lo vas a ganar. Esas proposiciones, ¿quién me las puede mejorar? Entonces de ahí soy. Y cuando me muera, en la iglesia católica. Porque además, de niño, yo entraba ahí y realmente sentía que estaba el Señor.

¿Qué imágenes recuerdas de eso?
–Recuerdo cuando íbamos todos con una vela, el día de la primera comunión, y arriba en el coro se cantaba que Dios nos ha dado un regalo que no se los dio a los ángeles. «Chuta, esto no es pa los ángeles», pensé yo. Creo que fui teólogo desde ese día, tenía 8 años. Pero ahora los jóvenes católicos no saben una gota de teología. Y me ha tocado ver misas en que los curas se ponen a hacer show con el coro, una fiesta cómica. ¿Qué se han imaginado? La misa es una obra de arte construida a través de los siglos, que tiene una estructura preciosa durante el año, con un momento de preparación, un momento de ofrecimiento, un momento en que se consuma la unión del cuerpo y el espíritu, es muy rico eso. Cuando yo era chico, en Valparaíso había unas misas cantadas de tres horas.

¿Con cantos gregorianos?
–Sí, era muy bonito eso. Y estaban las misas pontificales. Llegaba el obispo, se bajaba del auto vestido entero de paramentos de oro, entraba a la iglesia bendiciendo, caminaba hasta el altar, lo ponían ahí arriba en el trono y se ponía a cantar [tararea en latín]. Y comenzaban a desvestirlo [sigue cantando]. Al final quedaba con un traje talar y en zapatillas, y empezaba la misa en el mismo lenguaje. Terminaba la misa y todo de nuevo: se ponía a cantar y empezaban a vestirlo [canta]. ¡Eran tres horas! Pero tú estabas en otro tiempo. No como estos guitarreos de ahora: «Santo es el Señor, bendito es el viene…» [canta parodiando]. Se ha perdido el sentido de lo sagrado.

Junto con la fe.
–Pero lo sagrado no tiene por qué ser trascendente. También puede ser el rito de los japoneses para tomar el té. Mi abuela tenía un comedor grande, así imponente, y la comida era un rito: estaban todos sentados, se hablaba de ciertas cosas. Y para mí era muy importante sentir que el día tenía un momento que se interrumpía, porque era el rito. Eso se ha perdido totalmente, pero se puede recuperar. El sentido del rito y del cuerpo. El otro día conocí a un gallo joven que armó un colegio para niños muy pobres, y todavía no les ha pasado nada de materia: los hace caminar, les enseña a comer, los hace hablar. ¡Porque no saben hablar! Nietzsche de nuevo: el gran error ha sido trabajar con el alma, hay que trabajar sobre el cuerpo. La experiencia profunda de los cuerpos, que los orientales la tienen, ¿no? La sensualidad, la respiración, la demora.

¿Te consideras un buen oriental, en ese sentido?
–No, y por eso creo que en parte me he perdido ese misterio. Pero a mí las mujeres se me meten por aquí [inspira], por las narices. Jorge Eduardo Rivera, el filósofo, decía que yo pensaba con las narices. «Ernesto huele», decía. Yo casi me morí de bronquitis a los tres años y quedé asmático hasta ahora, entonces tengo algo con el suspiro, con la respiración suspirante. La música es respiración. Y cuando la poesía logra que las palabras tengan ritmo, es una cosa increíble. Estoy escribiendo poesía, ahora de viejo. He escrito como diez poemas este año.

Te iba a preguntar eso. Habiendo hablado toda la vida de tus lecturas, motivando a otra gente a leer, ¿por qué nunca escribiste?
–Es una pregunta siquiátrica y muy cabrona, la que me estás haciendo… Según una hija mía, yo tengo adentro un enano maldito que conspira contra mí. Un sentimiento autodestructor, una pulsión de fracaso. Y la verdad es que no he escrito porque no me atrevo. Puede también que haya una cosa de orgullo, acostumbrado a leer a Dante, ¿no? Eliot dice «si tú escribes poesía, comienza leyendo a Dante». ¡Pero es demasiado bueno! Se agarra a patadas con las palabras, no le importa ser prosaico, ¡pa, pa, pa!, entra como sea. Yo me he atrevido a hablar, pero no me he atrevido a actuar, al final eso es. Y estoy pensando en eso, en atreverme con las palabras.

¿Pero por qué será que no te has atrevido?
–Yo creo que ahí hay una especie de impotencia que quizás tenga que ver con la educación católica, con el sentido de culpa. Tuve la suerte de estar en un colegio donde no me metieron la culpa, sino la celebración. Me portaba mal, tenía pésimas notas, no pagaba y no me echaban. Pero creo que la actitud católica oficial frente al sexo genera disfunciones en todo aspecto, malos entendimientos de tu propia vida. Yo tengo una gran simpatía por los judíos, porque se dan cabezazos contra la muralla pero se atreven a hacerla. He estado leyendo a Philip Roth y es tremendo, ¡hasta el final en la pelea! Por eso la pregunta tuya es muy maldita… Otra cosa que a mí me hizo tomar distancia fue la relación que tuve con el movimiento poético que encabezaban Godofredo Iommi y Alberto Cruz [desde la Escuela de Arquitectura en Valparaíso].

¿Qué pasó ahí?
–Sin querer, me tocaron justo un punto débil… A ver, los dos tenían una cosa muy potente y yo era amigo de ellos, los quiero. Pero de algún modo se convirtieron en maestros de juventud, en directores espirituales. Hablaron de la Libertad, la Poesía Absoluta, el Destino, América, pero ellos dirigían el contenido de esas palabras, qué poetas sí y qué poetas no. Entonces sentí que lo mío no era entrar en algo, sino mantenerme en contacto pero desde afuera, donde tuviera espacio para otras afinidades. Y te digo que me tocaron un punto sensible –de lo cual no los culpo, para nada– porque los que nacimos, por decirlo así, en una clase media establecida, tirada pa alta, educados en colegios católicos, estamos muy expuestos a ser cautivados por esas grandes palabras que después se convierten en doctrinas. Porque justo necesitamos eso. Ese es, por ejemplo, el éxito de Schoenstatt con los jóvenes.

El movimiento católico.
–Sí. En Chile hay toda una red de colegios católicos que son unas máquinas castradoras. William Blake dice que así como la oruga elige las hojas más frescas para poner sus huevos, el sacerdote elige las mejores almas para depositar en ellas sus maldiciones. De ahí viene mi rechazo al sacerdocio. Por eso nunca he tenido un discípulo, lo que he tenido son amigos. Yo no soy un profesor, eso tenlo claro. Estoy disfrazado de eso, pero soy un torrante que se coló en el sistema, un agregado al rol. En los buques, el capitán pasaba lista y al final decía: «Agregado al rol: Ernesto Rodríguez». Eso es lo que he sido siempre.

Pero el otro día te hicieron un tremendo homenaje en el CEP, muy concurrido.
–Sí, fue muy impresionante. Yo sabía que había algo, pero no sabía lo que tenían armado, hablaron muchas personas… Mi hija me dijo «papá, lo estaban velando». Al final hablé yo, pero estaba como aturdido. Y lo que dije fue de una tristeza enorme… una tristeza enorme. La cercanía de la muerte, ¿no? Alguna picardía solté por ahí, pero era mucha pena, mucha pena… La vida es penosa. Lo que pasa es que es muy buena. Y yo creo que, al final, he podido derrotar a la desesperanza viviendo como decía Melville: «Al cuerpo, ostras y champagne, cada vez que puedas. Y al alma, luz y espacio. Así tendrás derecho a una gloriosa resurrección… si la hubiere». En eso he estado yo. Quizás no la haya, pero con ese «si la hubiere» me ha bastado.