El Mercurio, 30 de abril de 2017
Opinión

¿Explicar o justificar el estancamiento?

José Joaquín Brunner.

Como hace tiempo no ocurría, los resultados del Simce generaron esta vez un relativo consenso. Se hallan «estancados», según coinciden casi todos.

Y la situación sería «preocupante». Ambos vocablos ratifican un hecho ineludible: nuestra educación básica y media no está mejorando.

Luego de claras señales de progreso durante la primera década de los años 2000, se observa ahora una pérdida de dinamismo del sistema, un empeoramiento en algunas áreas como comprensión lectora y no aparecen avances significativos en equidad.

La explicación dada para este inquietante cuadro es la existencia de un desajuste entre la educación formal y los estilos de aprendizaje de las generaciones nacidas con internet y las tecnologías móviles. Más concreto, el deterioro se debería a que el medio ambiente digital causa una sobrecarga cognitiva y sustrae a los niños y jóvenes (particularmente hombres) de los contextos tradicionales de socialización y enseñanza.

Esta suposición -que los nuevos medios de información y comunicación perjudican la educación de los niños y jóvenes- viene repitiéndose desde antiguo. En su momento, Platón acusó a las letras, la cultura escrita, de debilitar la memoria y dificultar el aprendizaje. Al dios de la escritura dice: «Ella no producirá sino el olvido en las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria; fiados en este auxilio extraño abandonarán a caracteres materiales el cuidado de conservar los recuerdos, cuyo rastro habrá perdido su espíritu».

Más tarde, con el arribo de la imprenta, se postuló que esta traería consigo variados males, como pérdida de autoridad de los maestros, circulación de ideas rebeldes, descontento entre las masas con su posición en la sociedad, etc. En especial, se sostuvo, abriría una brecha entre alfabetos y analfabetos, como sucedió. Según Voltaire, en 1789 solo un 37% de los franceses sabía firmar.

Frente a las nuevas, modernas, tecnologías de la radio, el cine y la TV, especialmente frente a esta última, se produjo en tanto una doble reacción.

Por un lado, hubo quienes las recibieron con optimismo y favorecían su uso dentro del sistema escolar, imaginando una rápida y positiva transformación de la sala de clase y los colegios. Umberto Eco calificó a esta reacción como propia de «integrados» al mundo informativo-comunicacional emergente, quienes cultivaban la esperanza de la TV educativa.

Al frente estaban los «apocalípticos», quienes anticipaban un verdadero fin de mundo de la alta cultura y la escolarización metódica que solo la escuela podía ofrecer. Con los medios audiovisuales, se sugirió, sobrevendría un momento de decadencia de la cultura occidental. Niños y jóvenes estarían expuestos más horas a la pantalla del televisor que a los textos escritos; el libro desaparecería; la formación de la razón quedaría entregada al torbellino de las imágenes y la continua distracción impediría a los estudiantes concentrarse en sus tareas.

Exactamente la misma reacción dual que despiertan ahora internet y las tecnologías móviles. Son objeto de enormes ilusiones, pero, a la vez, se las percibe como una amenaza para la educación. Se las invoca repetidamente como base de una nueva civilización y su manejo se celebra como una competencia clave del siglo XXI. Al mismo tiempo se las responsabiliza por el despotenciamiento de las prácticas pedagógicas tradicionales y por la alienación de los jóvenes en un mundo virtual.

Estas ambiguas y contradictorias reacciones son parte del momento de confusión que viven nuestras políticas educacionales.

Explicar el estancamiento del Simce y su preocupante deriva por las tecnologías 4G no obedece, en efecto, a ningún diagnóstico seriamente fundado. Atribuirles causalmente el debilitamiento del hábito lector, que es muy anterior al uso de dispositivos móviles, no pasa de ser una conjetura. Es nada más que la repetición de un patrón histórico basado en la aprensión, pero no en la evidencia.

Con similar falta de evidencia podría suponerse que el actual estado de nuestra educación se debe a fallidas políticas gubernamentales, o a una falta de motivación y extendida anomia entre los niños y jóvenes, o a la parquedad de recursos disponibles, o bien a prácticas docentes inefectivas.

Es imperativo terminar con estos ejercicios discursivos inconducentes y ponernos serios.

Sabemos, esta vez sí con apabullante evidencia, que el problema central de nuestros niños no es digital, sino social, y arranca con la cuna. Mientras no dediquemos una atención y cuidado de extraordinaria calidad a los infantes nacidos en condiciones vulnerables -que estamos lejísimos de asegurar- los magros resultados continuarán inalterados.

Sabemos, asimismo, que en la educación básica casi la mitad de nuestros estudiantes no alcanza el umbral mínimo en los dominios de comprensión lectora, razonamiento científico y manejo numérico. Sabemos, en fin, que los colegios donde ellos estudian no cuentan con los medios humanos, materiales y financieros para hacer frente por sí solos al enorme desafío que les imponen el Estado y la sociedad.

En suma, conocemos lo esencial de por qué se mantiene entrampada nuestra educación. Sin embargo, pasan los años y no nos abocamos a ello; a mejorar la calidad de las oportunidades de aprendizaje que ofrecemos a nuestros niños y jóvenes, palanca imprescindible también para aumentar la equidad.

Las nuevas tecnologías no son la causa del problema ni el eje de la solución. Más bien, una formación escolar de calidad ha de contribuir a que los niños y jóvenes adquieran las competencias necesarias para emplear reflexiva y críticamente esas tecnologías. Y no como un medio para escapar del mundo.