Revista Qué Pasa, 10 de agosto de 2012
Opinión

Fin de la inocencia

Sergio Urzúa.

Por décadas la educación ha sido sindicada como la vía más directa para alcanzar el “sueño chileno”. Bajo el argumento de un mejor futuro para nuestros jóvenes hemos aumentado el acceso al sistema de educación superior y extendido su financiamiento. Los cambios en el sistema actual son evidentes.

Sin embargo, los efectos de estos cambios sobre nuestras aspiraciones y visión de sociedad han pasado más inadvertidos, pero no por eso son menos importantes. En los últimos diez años los chilenos han aumentado sus expectativas sobre el futuro educacional de sus hijos. De acuerdo a cifras del Simce (2010), el 85% de los padres con hijos matriculados en cuarto básico cree que estos alcanzarán estudios superiores. En 1999, ante la misma pregunta, sólo el 48,37% daba esa respuesta. En una década casi doblaron sus expectativas.

En principio, la existencia de mayores expectativas es algo positivo. Es uno de los motores del desarrollo y crecimiento de un país. Sin embargo, el problema se produce cuando esas expectativas se alejan de la realidad sin una clara justificación. Algo de esto puede estar ocurriendo en Chile.

Según la encuesta Casen 2009, cerca del 50% de los jóvenes entre 18 y 25 sólo alcanza doce años de escolaridad (cuarto medio) o menos. De la otra mitad, una parte importante estudia en universidades de baja calidad cuyo título no asegura un próspero futuro laboral. Esto explica que para muchos jóvenes podría haber sido económicamente más rentable no haber pasado por el sistema de educación superior. ¿Es entonces la universidad la mejor opción? La respuesta no es obvia. El aumento en cobertura no estuvo necesariamente acompañado de calidad, y el mercado laboral lo percibe. Sabemos con bastante certeza que el sueño chileno puede tener una “letra chica” que lo dificulta.

En el Chile actual, no necesariamente argumentos económicos justifican que el 85% de los padres espere que sus hijos alcancen los estudios superiores. ¿Qué lo explica entonces? El mensaje que se extrae de las políticas públicas aparece como una potencial explicación. Se ha enfatizado en el acceso a la educación superior, sin preocuparse de su calidad.

El discurso público puede haber tenido efectos indeseados: hacer creer equivocadamente a quienes no continúan estudios superiores -e incluso a aquellos que cursan carreras técnicas o en universidades de mala calidad- que son ciudadanos de segunda clase. Sin un correcto entendimiento de cómo se generan las expectativas, es difícil evaluar cuán plausible es esta hipótesis, pero es imposible descartarla. ¿Quizás esta idea tenga algo que ver con la violencia que acompaña hoy cada marcha estudiantil? Mal que mal, quienes hoy tienen 23 años, cursaban cuarto básico el 1999, por lo que experimentaron el aumento de las expectativas puestas sobre ellos. La promesa que no se cumple puede tener un alto costo.

Al punto de partida

Hasta ahora las políticas públicas han actuado a posteriori. El ranking de notas es un ejemplo, un intento de igualar por secretaría una cancha que no está pareja. Pero para asegurar el “sueño chileno” no basta un crédito para el corto plazo. El problema son las restricciones de créditos de largo plazo: 12 años de mala educación.

Para asegurar el “sueño chileno” no basta un crédito para el corto plazo. El problema son las restricciones de créditos de largo plazo: 12 años de mala educación.El camino es difícil, tenemos que perder la inocencia. Sin mejorar la educación básica y media, no tiene sentido insistir que los estudios superiores asegurarán el futuro. Hay que poner los esfuerzos en igualar la cancha de verdad. Esto, junto a información temprana a las familias, puede transformar el sueño en realidad.

El Estado cuenta con herramientas para ayudar a generar expectativas bien fundadas. Por ejemplo, podrían servir los resultados del Simce, que monitorean la evolución de los estudiantes y son buenos predictores de la PSU. Si los padres accedieran a los datos individuales (el percentil del estudiante o un rango en su defecto), no solamente podrían ajustar sus expectativas, sino que también identificar las áreas que deberían reforzar para asegurar que éstas se cumplan. De este modo, el estudiante no sería sorprendido con un inesperado mal resultado en la PSU. La calidad del estudiante es revelada tarde o temprano, sea durante esa prueba o al egresar de una universidad de dudosa calidad.

Esto también tiene implicancias sobre las políticas públicas. En vez de parchar los problemas de la educación con gastos dirigidos al penthouse, el Estado debe preocuparse de los cimientos. En este sentido, es necesario mayor atención a la inversión en educación pública básica y media, y en los liceos técnicos. Estos últimos deben entregar opciones reales a los que opten por un camino distinto. Aun cuando la sociedad no los reconozca, el país los necesita.

Durante décadas, el “sueño chileno” se ha ido construyendo en torno al acceso a la universidad. Hoy esa promesa muestra grietas que obligan a replantearlo. El problema son los tiempos: pensar a corto plazo tiene más réditos políticos que aquellas políticas que se hacen de cara al largo plazo. Sin embargo, los hechos nos advierten que debemos actuar para que nuestro sueño no se transforme en una pesadilla.