El Mercurio, 5 de junio de 2018
Opinión

Fin de Occidente

Joaquín Fermandois.

Al desaparecer entre las potencias liberales la solidaridad entre sí, se esfuma también Occidente como tal en el equilibrio mundial.

Sin ser admirador rendido de Angela Merkel, su fórmula política es la única que en nuestros días muestra una luz al final del túnel. En una generación se ha pasado de un exceso europeísta a un antieuropeísmo primitivo. Amén de la crisis de la democracia, tenemos un sistema internacional carente de ideas universales que le sirvan de identidad y dirección estratégica. Ya ha sucedido en la historia universal, y se debiera haber aprendido que sus resultados no son los más encomiables. En fin, la locura y la buena razón, en cocktail, son inextinguibles en el espíritu humano.

Con las potencias democráticas a la deriva, es probable que surja una nueva polaridad entre ellas que nada tenga que ver con la mancomunidad occidental de las democracias desarrolladas que, con sus manifiestas debilidades, probó sin embargo su fortaleza en el siglo XX, y además creo que nos salvó. Para ello se requiere de alguna conciencia de la necesidad de esa orientación. De todas las teorías de los internacionalistas, de las pocas que rescato por su valor es la llamada de la «paz democrática», que las democracias no van a la guerra entre sí (no es una teoría a prueba de balas; como siempre, hay excepciones). Pero no hay teoría que pueda asegurar que las democracias van a estar siempre conscientes de lo necesario de su solidaridad.

Los Estados Unidos de Trump afirman con soberbia «America first», consigna vacía como las de los populistas de cualquier laya, en su estilo compulsivo de hacer política. En Europa, Inglaterra retorna con el «espléndido aislamiento» del XIX, que ya contribuyó a la tragedia de 1914. Al desaparecer entre las potencias liberales la solidaridad entre sí, se esfuma también Occidente como tal en el equilibrio mundial, y no se trata solo de un tema del que europeos y norteamericanos tengan que preocuparse; el problema irradia más allá, si es que la democracia es lo que importa y si muchos valores de la civilización moderna van a tener sentido en el futuro.

Porque en la base de todo esto hay un proceso silenciosamente invasivo de crisis de la democracia, que es lo que sucede en EE.UU. y en gran parte de Europa. Cierto, la democracia es por definición manejo de crisis; la democracia sin tensión interna, que es parte del debate público, es sospechosa de representar un orden petrificado. La de ahora puede ser una crisis más o una que acabe con el dinamismo democrático allí donde nació. En todo caso, ha logrado debilitar el sentido de comunidad entre las grandes potencias desarrolladas, lo que se refleja en la división atlántica entre EE.UU. y sus aliados de la OTAN, y en la rebelión populista en Europa, esta quizá como protagonismo de los charlatanes que la podrían arruinar. Sarcasmo: una de las condiciones del Plan Marshall en 1947 era derribar las barreras comerciales en Europa, promoviendo la cooperación intraeuropea. El Washington de Truman y Eisenhower lo tenía muy claro, tanto como apoyar a las fuerzas conservadoras y a las socialdemócratas.

A pesar de los nubarrones que siguen oscureciendo el cielo europeo, la base de su persistencia sigue siendo desde los 1950 el eje franco-alemán, formalizado por De Gaulle y Adenauer en 1963. En la medida en que la política germana mantenga su fortaleza, ahora algo alicaída, y en que Macron logre revitalizar a Francia, habrá un ancla a la que se tendrá que arrimar Europa. Y hay confianza en que la increíble fortaleza del sistema norteamericano podrá sobrevivir a Trump. Quizás no sea suficiente, pero por ahora es lo único que alimenta la esperanza. A 100 años de la publicación del primer volumen de «La decadencia de Occidente», de Spengler, que originó el tema, la pregunta sigue retornando.