En las últimas semanas ha surgido un interesante debate a propósito de las demandas de las universidades estatales del Consejo de Rectores por un trato preferente del Estado, que se traduce en una petición para incrementar su financiamiento basal. No es evidente por qué se les debe ese trato.
Desde el punto de vista del interés ciudadano hay que distinguir, al menos, entre el financiamiento de la formación profesional y académica de los jóvenes que ingresan a las universidades y de los bienes públicos que, entre otros, incluyen ciencia, tecnología y cultura. El primero de estos financiamientos idealmente no debería estar subsidiado, porque los retornos de dicha formación no son sólo elevados, sino que también privados; es decir, no hay externalidades evidentes para la sociedad. Por supuesto, debe haber créditos para aquellos que no tienen recursos en el presente y también parece razonable que existan becas en las situaciones de mayor carencia o durante la vida laboral cuando los ingresos de las personas no son suficientes para pagar los créditos. Los beneficios para los jóvenes deberían ser independientes de la institución de educación superior a la que asisten, aunque quizás podría ser aceptable una diferenciación de acuerdo a la calidad de la institución. Ello no ocurre en la actualidad, porque los estudiantes que asisten a las universidades del Consejo de Rectores tienen un trato especial.
Respecto del financiamiento de bienes públicos, al país le conviene que ello sea llevado a cabo adecuadamente. Es probable que ese financiamiento deba crecer en los próximos años, sobre todo al considerar que el gasto público en educación superior alcanza en nuestro país al 0,5 por ciento del PIB, menos de la mitad del gasto en la OCDE. Pero ello no significa que esos recursos deban ir a financiar un mayor aporte basal a las universidades estatales. Ese es un camino que no asegura un buen uso de los recursos. Son asignaciones que no están sujetas a una evaluación de desempeño, y por ello son cada vez menos utilizadas en la asignación de recursos a las universidades estatales de otros lugares del mundo. La asignación vía presupuesto a las mejores universidades estadounidenses, por ejemplo, no supera en promedio el 15 por ciento de sus ingresos. El Estado asigna más recursos, pero lo hace a través de vías competitivas o proyectos sujetos a rendición de cuentas.
Ese es el camino que debe seguirse también en Chile y que tímidamente se ha recorrido a través de cambios ocurridos en las políticas de Conicyt y la estrategia que aspira a consolidar el Consejo de Innovación. Por supuesto, también se han cometido errores. Por ejemplo, se ha hecho un esfuerzo por fortalecer los programas de doctorado nacional e incorporar profesionales jóvenes a las universidades, pero los proyectos Fondecyt, que son indispensables para asentar investigaciones básicas, no han crecido en línea con esa política.
Hay universidades estatales que claramente tendrán ventajas para acceder a esos recursos por la buena calidad de su investigación, pero otras no están preparadas. Por ello, estas últimas deberían concentrarse sólo en docencia o fusionarse con otras. Algunas universidades privadas del Consejo de Rectores y otras ajenas a esta organización tienen también posibilidades de aportar con bienes públicos al país, y deberían tener acceso en igualdad de condiciones que las estatales a fondos competitivos o proyectos sujetos a rendición de cuentas.
Ahora bien, es cierto que las universidades estatales tienen diversas restricciones asociadas a su naturaleza que dificultan su gestión. Pero ello debería dar pie a reorganizaciones que les brinden más autonomía, seguramente con un gobierno corporativo distinto del actual, más que a un mayor financiamiento permanente asegurado. En ese contexto puede ser razonable, pero por una sola vez, asignarles un fondo para financiar esa reestructuración.