El gobierno ha decidido comenzar su segundo año de gobierno con un despliegue más intenso de su agenda, en asuntos sociales. En alguna medida, apurado por dar cumplimiento al mensaje del 21 de mayo pasado, pero también respondiendo más enfáticamente a su programa de gobierno. No es que el primer año no se llevaran adelante algunas de las iniciativas ahí plasmadas, pero quizás a ojos de la ciudadanía eran menos atractivas, más todavía cuando la reconstrucción eclipsaba otras temáticas.
En esta cancha, el Gobierno -a juzgar por los últimos días- parece sentirse bastante cómodo. Por supuesto, se pueden cuestionar las definiciones adoptadas y el debate parlamentario seguramente reflejará esta situación, pero no cabe duda que liderar una agenda que es de interés para la población le puede rendir frutos al Gobierno. Permite, a la pasada, comenzar a enfrentar los problemas de credibilidad que afectan al Presidente. La posibilidad de argumentar que fue elegido para llevar adelante esas iniciativas y que no está más que cumpliendo la palabra empeñada, suma puntos para lograr ese propósito.
Además, desde el punto de vista político, golpea a la Concertación que ha tendido -como si algo así fuese posible- a sentirse dueña de las iniciativas sociales. La responsabilidad fiscal con la que esta misma coalición actuó durante 20 años, un patrimonio que tradicionalmente se la ha atribuido a la centroderecha, refleja cómo, en algunas materias, se han diluido las fronteras a la hora de gobernar. Este nuevo escenario puede ser complejo para la coalición opositora, particularmente porque no ha logrado construir una agenda alternativa. Es curioso que después de veinte años en el poder no parezcan quedar rastros visibles de esa labor, sobre todo si medida por diversos indicadores, ella fue exitosa. Debe haber muchas cosas que se aprendieron en ese proceso y otras que, por diversas razones, no pudieron hacerse. Esa experiencia sugeriría que hay espacio para articular una agenda interesante. Pero la derrota electoral, en lugar de promover esa reflexión, ha vuelto extremadamente personal la política concertacionista. Las desconfianzas personales son elevadas y, por tanto, todas las transacciones que requiere la actividad política se tornan muy costosas para dicho sector político. Éste también parece haber tomado una distancia exagerada de sus cuadros técnicos, reduciendo sus posibilidades de articular una agenda alternativa a la del Gobierno. Es así, una oposición sin una guía para recorrer el camino que le va trazando el Gobierno.
En este escenario, las cosas pueden ser muy auspiciosas para el Gobierno. No obstante, la sorprendente tendencia de éste a cometer errores no forzados sugiere cautela en los pronósticos. Hay algún material para que ello ocurra. Por una parte, parece haber una cierta impaciencia en la presentación de las propuestas que pueden restarle efectividad política. La película gubernamental debe tener un guión que le dé solidez y unidad a la puesta en escena de las distintas propuestas. Si ello no ocurre, pueden terminar siendo imágenes interesantes pero insuficientes para darle coherencia a la película y convertirla en un éxito de taquilla. Por otra parte, de repente aparecen algunos guiños populistas en las iniciativas gubernamentales de carácter social, tentación que está siempre presente cuando se miran demasiado los índices presidenciales de aprobación y desaprobación. Hasta ahora parecen estar bajo control, siendo quizás un buen ejemplo el anuncio en materia de política carcelaria. Al respecto, se ha optado por resistir la retórica tradicional del sector, popularmente muy rendidora, para sentar las bases de una política más moderna y permanente en este ámbito. No cabe duda que el Gobierno ganaría en altura política si agregara otras medidas, en apariencia impopulares pero necesarias para modernizar el país. Si son adecuadamente explicadas, la ciudadanía termina agradeciéndolas y premiando al gobernante que las lleva a cabo.